Como leímos la semana pasada, la Coyolxauhqui fue redescubierta una madrugada de 1978 en el Centro Histórico de la Ciudad de México.
La diosa lunar confirmó las sospechas de Manuel Gamio al inicio del siglo XX: que debajo de la gran ciudad se encontraba otra y, en especial, el Templo Mayor.
Desde el momento en que iniciaron las excavaciones se comprobó que era verdad. Con el tiempo, la gran Tenochtitlán surgió de nuevo.
Y donde cruzaban autos y trenes, destelló otra vez la roca que, en algún tiempo, fue pisada por mexicas y, al final, por españoles.
Si pudiéramos dar marcha atrás, descubriríamos que esa fue la isla infestada de serpientes en la que posiblemente los mexicas vieron al águila devoradora: la señal que les había dado su dios Huitzilopochtli para fundar un templo y una ciudad entera.
Y así lo hicieron aquellos hombres y mujeres. Erigieron la ciudad y el templo en el que representarían ritualmente el nacimiento del Colibrí Zurdo: el instante en que derrotó —con su espada de fuego— a su hermana la Luna y a sus hermanos las Estrellas, como ya vimos.
El mito nos habla de una guerra, un ciclo constante que ocurre ante nuestros ojos día a día.
En el invierno, o durante una sequía o una hambruna —cuando hay más oscuridad—, el orden podría cambiar permanentemente.
Por eso, la historia —el mito— debía habitar el tiempo en forma de rito.
Es muy probable que, al principio de la ceremonia, empezara a escucharse música sagrada: tambores, caracoles, sonidos de animal.
En la cima del Templo Mayor —en la cámara de Huitzilopochtli, a la derecha— los cuerpos sacrificiales —prisioneros de las Guerras Floridas, esclavos— eran colocados con el pecho al sol.
Por medio de cuchillos de obsidiana, un sacerdote entraba en la cámara torácica.
Y, justo cuando la Luna estaba a punto de herir a la Coatlicue, la Gran Madre, la mano extraía el corazón, convertido simbólicamente en la chispa del xiuhcóatl, protegiendo y alimentando al Sol.
El cuerpo rodaba por las escalinatas —símbolo del cerro de Coatépetl—, hasta la ladera, donde se encontraba Coyolxauhqui, tallada en roca volcánica, bermeja como la sangre derramada.
Y así era como el ciclo de la luz y la vida comenzaba otra vez.
En ese mismo lugar del templo, la diosa fue encontrada siglos más tarde, para el júbilo de una nación.
Es increíble cómo —con el paso del tiempo— la diosa derrotada sobrevivió a su hermano y se elevó en los corazones de los modernos mexicanos como la mismísima Luna en el firmamento.
¿Estamos en una época lunar, femenina, elevada de los fragmentos del pasado? ¿Es Coyolxauhqui su rostro? Es posible.
Ahora, nos toca seguir este recorrido por la mitología lunar. Adentrémonos en la imaginación maya la próxima semana.
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