Llamar “guerra” a la lucha contra el narcotráfico en México no es una decisión menor. El término tiene implicaciones internacionales profundas: activaría la lógica del derecho de los conflictos armados, pondría al país bajo mayor escrutinio global y podría abrir la puerta a presiones externas, especialmente de Estados Unidos. Reconocer un conflicto armado implicaría admitir pérdida de control territorial, desplazamientos forzados, violaciones graves a derechos humanos y la presencia de grupos armados organizados. Además, incrementaría riesgos para la población civil y modificaría el papel del Ejército en tareas internas. Por ello, los gobiernos mexicanos han evitado nombrarla así: porque las consecuencias son reales y costosas.
Sin embargo, la violencia que vivimos no es solo delincuencia dispersa: es un entramado de redes armadas que disputan poder, territorio y recursos, y que han erosionado instituciones y convivencia social. Hay muchos lugares del país que son como territorios ocupados, en los que las decisiones sobre lo que se puede y no se puede hacer están en manos de esas “fuerzas de ocupación”. La vida cotidiana ya se vive como en una guerra no declarada.
No sé si nombrar a este fenómeno como “guerra” podría ayudarnos a entender que el país tiene a un enemigo interior y que nuestra principal preocupación ahora debiera ser unirnos frente a ese enemigo común. No para militarizar más la vida pública ni para otorgar estatus político a los cárteles, sino para reconocer que la amenaza es colectiva y que requiere una respuesta igualmente colectiva. Que entender esto nos ayude a convocar a la ciudadanía, gobiernos locales, partidos políticos, iniciativa privada, iglesias, escuelas y organizaciones sociales a una acción coordinada, solidaria y sostenida. Que ante los hechos de violencia nos sintamos llamados a responder frente al enemigo común, y no a lucrar políticamente a favor de nuestros intereses o para debilitar a los oponentes políticos cada vez que el enemigo de un golpe. Quizás el concepto de guerra nos ayude a entender que podemos ir trabajando paso a paso, liberando territorios y asegurándolos para que el enemigo no pueda volver a tomarlos.
Desde luego que debemos tener cuidado, al usar el término, de no caer en sus trampas: la noción de “guerra” no debe justificar abusos del Estado, sino exigirle estrategia, transparencia y resultados. No debe dividirnos entre buenos y malos, sino recordarnos que la sociedad completa está bajo un riesgo mayor, que justifica poner la unión y la solidaridad por encima de las diferencias políticas.
Nombrarla guerra implica riesgos, pero quizá también nos permitiría, por primera vez en décadas, entender que estamos ante un desafío que solo podremos vencer si lo enfrentamos juntos.