Política

Lezama Lima

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Gil cerraba la semana en medio de la turbamulta de sus emociones. En la famosa mesa de novedades, sobresalía un libro que atrajo de inmediato su atención: la nueva edición de Paradiso, la gran novela cubana del siglo XX escrita por José Lezama Lima. Se trata de la edición que cuidó Cintio Vitier a partir de los originales manuscritos que escribió Lezama. Por primera vez, la editorial ERA publica esta versión monumental e impresionante de la novela de Lezama publicada en 1966. Al margen de la trama, Gil ha elegido algunos inicios de capítulos, no se los pierdan.

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Capítulo I

La mano de Baldovina separó los tules de la entrada del mosquitero, hurgó apretando suavemente como si fuese una esponja y no un niño de cinco años; abrió la camiseta y contempló todo el pecho del niño lleno de ronchas, de surcos de violenta coloración, y el pecho que se abultaba se encogía como teniendo que hacer un potente esfuerzo para alcanzar un ritmo natural; abrió también la portañuela del ropón de dormir, y vio los muslos, los pequeños testículos llenos de ronchas que se iban agrandando, y al extender más aún las manos notó las piernas frías y temblorosas. En ese momento, las doce de la noche, se apagaron las luces de las casas del campamento militar y se encendieron las de las postas fijas, y las linternas de las postas de recorrido se convirtieron en un monstruo errante que descendía a los charcos, ahuyentando a los escarabajos.

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Capítulo V

Los sábados las clases se terminaban a las once. La tarde libre, para aburrirse jugando a las damas, en el tablero quemado por los cigarros del mediodía, que se ladea, se dobla como un cartón aguado, hasta terminar en un humo oscilante, de gelatina. La niñez que es ese momento en que saboreamos el tedio en estado puro. Aburrimiento, tedio, ocio, pereza, y la misma corbata azul asegurada por el pasador del abuelo. Puesto ahí, al despertar, por la otra mano.

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Capítulo X

Todavía Cemí se sentía demasiado rodeado por aquella mañana, cuando decidió bajar por San Lázaro hasta su casa. Iba repasando las cosas que Fronesis y Foción habían dicho con aparente objetividad. Pensaba también en la novela que yacía oculta detrás de aquellas palabras. Pero no lograba reconstruir en qué forma se hipostasiaban las palabras oídas. A Fronesis lo había conocido a través de una excursión y un relato. Fuera de su tío Alberto, había sido la única persona que se había dirigido a él. Sentía que en su conocimiento de Foción había azar, pero que en el de Fronesis había elección.

 

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Capítulo XII

Desde que Atrio Flaminio, capitán de legiones, se había iniciado en el estudio del arte de la guerra, la paz octaviana se había extendido por el orbe de los hexámetros de Virgilio y en las granjeras satisfacciones horacianas. Las legiones se habían corrompido en los juegos de azar y en las lánguidas influencias orientales. Los jefes de legiones se esforzaban en lograr las doncellas de las familias patricias, donde la belleza estaba reforzada por la dote y muchas veces la dote hacía olvidar las exigencias de la belleza y el encanto de la honestidad. Eso en el mejor de los casos, pues había jefes de legiones que preferían abrevar sus apetencias con los más escogidos jinetes de su escolta.

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Capítulo XIII

Al finalizar el crepúsculo –oficinistas más lentos y especializados, regresos de citas, invitaciones a comer–, los ómnibus abren sus puertas, no a los tumultuosos vecinos de los pasajeros matinales, sino a un tipo de viajero con un cansancio más noble. El pasajero de ómnibus, en el crepúsculo, todavía se mantiene más jerarquizado, como si en una forma inconsciente despreciase a los tripulantes oficiosos de otras horas, que aquél estima innobles.

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Capítulo XIV

Repasaba Oppiano Licario la fija diversidad de los otoños que habían bailado a lo largo de su espina dorsal. Al llegar a la desdichada página cuarenta de esa colección de otoños, los recuerdos perdían sus afiladuras, las sensaciones se reían de sus sucesiones y el carrusel dejaba de ser cortado por su mirada cuando se perdía detrás de la cintura de los cocoteros. Un murmullo, la resaca soñolienta impulsada por los insufribles desiertos de la luna, comenzaba a rodearlo. Salvo algún día a la semana, en que se precipitaba en la notaría donde trabajaba, desacompasado y olvidado de los cuartos del reloj, sin que el resto de los empleados se sobresaltasen o esperasen en resguardado silencio los regaños tercos del cartulario.

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Todo es muy raro, caracho. Como diría Lezama: “Ah, que tú escapes en el instante en el que ya habías alcanzado tu definición mejor”.

Gil s’en va

Gil Gamés

gil.games@milenio.com



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  • Gil Gamés
  • gil.games@milenio.com
  • Entre su obra destacan Me perderé contigo, Esta vez para siempre, Llamadas nocturnas, Paraísos duros de roer, Nos acompañan los muertos, El corazón es un gitano y El cerebro de mi hermano. Escribe bajo el pseudónomo de Gil Gamés de lunes a viernes su columna "Uno hasta el fondo" y todos los viernes su columna "Prácticas indecibles"
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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