Leila Guerriero no escribe para confirmar lo sabido sino para mover los cimientos de lo que creíamos cierto. Su libro La llamada es un retrato incómodo, vibrante y profundamente humano sobre Silvia Labayru, una mujer que sobrevivió al infierno de la dictadura argentina y, después, al juicio moral de sus propios compañeros. En esta parte de nuestra conversación —realizada durante la Feria Internacional del Libro de Monterrey— hablamos de la memoria, de los peligros de contar y de cómo una historia individual puede fracturar el relato de un país... o viceversa.
En el libro hay una tensión fascinante entre la memoria de Silvia, la memoria individual y la historia colectiva. ¿Qué tan intuitivo fue el proceso de plasmar esa tensión en el libro, en el retrato? ¿O qué tan pensado lo tenías cuando empezaste a acercarte a Silvia? Se siente que las cosas van ocurriendo y que también te van poniendo a ti, como lector, en conflicto, bajo esa tensión entre lo que una persona recuerda y lo que todos creemos que sucedió.
—Bueno, cuando empecé a hablar con Silvia, muy rápidamente me di cuenta de que me estaba metiendo en un territorio bastante peligroso, en términos de que Silvia no es una víctima correcta, sino que de alguna forma tiene una locución o un relato que va por otro lado, distinto de lo que “se debe decir” en relación con determinadas cosas.
Supe que había ahí un riesgo.
Por otro lado, también supe que no iba a escribir el libro como si estuviera de acuerdo con todas las cosas que ella decía. Tengo muchas diferencias —de todo punto de vista: políticas, ideológicas—, pero eso me lo guardo para mí. No tiene por qué importar.
Creo que ese mismo riesgo era lo que lo hacía, para mí, interesante. (Se ve que me gusta lo difícil, ¿no?) Me atrae eso: contar lo que se supone que no debe contarse. Creo que hay algo en mí que busca revisar determinadas leyendas muy grabadas en mármol, sacarlas del mármol y ponerlas, hasta donde puedo, en algo más vivo: en la vida de la gente, en las contradicciones
de la gente.
Se me dibujó bastante rápidamente esto de que el relato más oficial —y acá no estoy diciendo que Silvia tenga una postura distinta respecto a eso— convive con grietas. Ella desprecia profundamente a los militares, se reivindica hasta el día de hoy como una persona de izquierda, más allá de lo que uno pueda pensar sobre su estilo de vida. Testimonió todas las veces que pudo contra los militares en los juicios. Es una mujer que no tiene ninguna duda acerca de cuál es su postura respecto de lo que pasó y del significado del terrorismo de Estado.
Pero también es una mujer que hace una crítica fuerte a la organización a la que perteneció. No solo ella: también otras personas entrevistadas en el libro.
Entonces, ahí aparecen esas grietas complicadas, por las que se empiezan a colar relatos distintos, que no van a estar en la línea de lo políticamente correcto. A mí me parecían líneas narrativas muy interesantes para trabajar. Además, tenía la certeza de estar contando con testimonios muy autorizados: gente que había pasado por esa situación, que había militado, que estaba convencida —tremendamente convencida—.
Una de las protagonistas, por ejemplo, Marta Álvarez, que estuvo secuestrada junto a Silvia y también estaba embarazada, me decía que su marido había heredado un departamento. Ambos eran militantes montoneros. El marido vendió el departamento y entregó el dinero a la organización. Y ella me decía: “Imagínate, si estábamos dispuestos a dar la vida por eso, cómo no íbamos a entregar un departamento”. Había un nivel de convicción brutal, casi místico. Y Silvia también, distinta, pero convencida.
Todo eso me producía mucho interés. Era un discurso que no iba por el lado de lo usual. Sí, creo que lo vi desde el principio, y también vi su mayor grado de riesgo. Y me di cuenta de que no tenía miedo a eso.
Acabas de presentar el libro en Italia, y también está en otros idiomas. ¿Cómo se acerca el lector no argentino a estos contextos?, ¿cómo reaccionan los lectores ajenos a estos contextos?
El martes, el miércoles, estuve en Madrid, con mis idas y venidas, yendo a cenar… En Italia también, presentándolo. El diálogo con los lectores italianos fue raro porque no hablo bien italiano. Lo entiendo, pero no lo hablo. Entonces contestaba en una especie de cocoliche ridículo, con palabras mezcladas de portugués. Y aun así me asombró el impacto.
En España, por ejemplo —que podemos decir que es un país extranjero porque yo no soy española-— el libro fue una bomba. Salió y a los tres días ya estaba en todas partes. Algo pasó ahí porque es un libro grande, de 400 o 500 páginas. Nadie puede leer un libro así en tres días y además esparcir la voz de que “hay que leerlo”. No sé, pero pasó.
Creo que en España hay un tema con la memoria completamente irresuelto. Tienen cien mil muertos enterrados en las cunetas y una polémica permanente sobre si deben o no revisarse esas heridas. En Argentina, y creo que es de las pocas cosas de las que me siento orgullosa, tuvimos el juicio a las Juntas Militares.
Menos de un año y medio después del fin de la dictadura, en 1985, se juzgó a los principales responsables. Fue un acto político y moral enorme. Y desde ahí existe una política de derechos humanos sostenida: más o menos lacerada, más o menos clara, pero viva.
En España, en cambio, el libro se leyó desde esa falta de cierre. Desde esa memoria que no termina de resolverse. Y creo que también en Italia algo resonó. Porque La llamada tiene mucho que ver con el tema del género, con lo que implica la violencia sexual en una situación de cautiverio. A Silvia le asignaron un oficial para que la violara.
La orden era esa: que la “montonera” debía demostrar que no odiaba a sus captores. Debía darse, sin quejarse. Porque si se quejaba, si se resistía, quería decir que seguía siendo una “montonera maldita”.
En el libro hay toda una discusión sobre lo que significa el consentimiento. Y me parece un tema muy contemporáneo. Aunque parece que hemos avanzado, sigue muy arraigada la idea de que una mujer “decente” debe resistirse hasta con lo que no tiene y que si no defiende su honor entonces “algo habrá querido”.
Esa lógica sigue viva. Pasó con La Manada, en España. Los jueces dijeron que, como la víctima no se resistió “a las patadas”, parecía que estaba disfrutando. Entonces, ¿qué es el consentimiento? ¿Qué significa realmente elegir cuando no hay libertad posible? En un contexto de secuestro, de tortura, de terror, no hay elección. No hay consentimiento. No hay ni siquiera cuerpo propio.
Creo que eso también conecta con este tiempo. Pareciera que avanzamos, pero falta mucho. Muchísimo. Y La llamada habla de eso: de memoria, de género, de consentimiento. Temas universales, que no son del pasado. Que siguen latiendo ahora mismo, en este tiempo que creemos más justo pero que todavía no sabe escuchar del todo.
***
Leila habló con la precisión de quien conoce los silencios del lenguaje. Su voz se movió entre la razón y la fragilidad. Lo que ella llama “zonas de riesgo” son también los lugares donde la literatura y el periodismo todavía pueden ser necesarios.
(CONTINUARÁ…)