Desde hace casi veinte años, Michoacán es un laboratorio donde el Estado mexicano se pone a prueba y siempre reprueba. Cada presidente ha ensayado ahí su idea del poder y todos han fracasado. Michoacán es el experimento que cada gobierno realiza para confirmar su fracaso en seguridad.
El presidente Felipe Calderón inició la guerra del narco en su tierra natal, creyendo que le daría la legitimidad regateada en las urnas. El Operativo Conjunto Michoacán desplegó miles de soldados y marinos, pero el resultado fue la multiplicación del caos. Donde antes había un cártel, aparecieron cinco. Pese a los Michoacanazos, Michoacán se convirtió en un Estado dentro del Estado, en el que la ley federal existía como rumor.
Para 2013, el presidente Enrique Peña Nieto intentó cambiar la puesta en escena. En lugar de guerra, propuso negociación. Llegó un comisionado federal, Alfredo Castillo, con poder virreinal para “recuperar la confianza” y surgieron ciertas autodefensas que eran, según el discurso, el pueblo armado contra el crimen, pero en los hechos, el gobierno regularizó, dio uniformes y presupuesto a grupos que terminaron controlando lo mismo que decían combatir.
Michoacán tiene mar, montañas, minas, frontera interna y puerto estratégico. Es agrícola y migrante, espiritual y armado, pobre y exportador. Su geografía lo hace corredor de mercancías, legales e ilegales, y su historia es un mosaico de insurrección y resistencia, de la que siguen dando cuenta los pueblos de Aquila y Cherán. Controlarlo es controlar la narrativa de lo que se supone que es México: por eso el Estado necesita que Michoacán obedezca para probar que es cierto que existe.
El presidente Andrés Manuel López Obrador ofreció un cambio moral. “Abrazos, no balazos” era una consigna que sonaba a evangelio después del desastre, pero los abrazos no desmantelaron el negocio ni la estructura criminal. El gobierno de la transformación apostó por la paciencia, no por la transformación. Gracias a operaciones puntuales de paz como la de Aguililla, se contuvo parcialmente la guerra, pero se normalizó la violencia en el resto de las regiones.
Ahora, la presidenta Claudia Sheinbaum lanza el Plan Michoacán por la Paz y la Justicia, tras el asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo. Se habla de educación, de cultura y de reconstruir el tejido social. La propuesta es tan sensata como tardía, pero una Fiscalía Especial, nuevas oficinas presidenciales y más Guardia Nacional suenan a una reedición administrativa del fracaso de siempre.
Porque lo que ocurre en Michoacán revela un dilema mexicano: ¿puede un Estado corrompido ser garante de legalidad?, ¿puede un país construido sobre la desigualdad aspirar a una paz duradera? Desde 2006, las respuestas han sido balas, pactos, discursos y ahora pedagogías. Ninguna ha cambiado el resultado. Cada gobierno promete cerrar el ciclo de violencia y sólo lo reactiva con otro nombre. Lo que se repite no es la estrategia, sino el error: creer que la paz puede decretarse desde arriba y sin imaginación política.
Hasta ahora, la violencia desatada a nivel nacional desde la llamada guerra del narco no se ha erradicado, solo se administra, se narra y se recicla. Cada presidente hace su propio Plan Michoacán, no para resolver un problema, sino para intentar demostrar que hay Estado donde no lo hay.