Leila Guerriero, cronista palpitante, estuvo en la Feria Internacional del Libro de Monterrey presentando La llamada, el retrato que escribió de Silvia Labayru, sobreviviente de la dictadura argentina.
Tuve la oportunidad de conversar con ella frente a un público atento, sin prisa, buscando explorar las zonas ambiguas de la memoria, el cuerpo y la confección de un libro que confirma la claridad implacable de una de las grandes escritoras latinoamericanas de nuestro tiempo.
No hay aquí una entrevista tradicional, sino un pálido registro de la voz de quien ha hecho del periodismo una forma radical de estar en el mundo.
—¿Cómo se construye un relato así, en el que hay una voz autoral tan tuya, pero al mismo tiempo Silvia es la que nos habla en todo momento? ¿Cómo escribir sin robarle la voz al personaje retratado? Cuéntanos cómo trabajaste el texto.
—No es solo el testimonio o las palabras de Silvia Labayru. También está la voz de otras cuarenta personas que la conocieron, que estuvieron cautivas con ella en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), ese centro clandestino de detención donde la torturaron, donde parió a su hija, donde la violaron, etcétera, etcétera.
“Hay una cosa muy coral. Y si uno se limita a hacer las entrevistas, transcribirlas y ordenarlas tal como fueron grabadas, eso se convierte simplemente en una declaración judicial.
“La vida entra a los relatos por los detalles. No sólo por lo que se dice en la entrevista, sino por cómo se mueve esa persona, cómo reacciona en la calle ante una situación inesperada, cómo pide un café en un bar, cómo le habla su pareja, cómo se dirige a su amiga.
“Con Silvia hicimos muchas cosas por fuera de las entrevistas. No fuimos a la ESMA, que ahora es el Museo de la Memoria, pero sí salimos a tomar café con sus amigos, cenamos con su pareja. Hicimos muchas cosas que yo propuse. A la hora de escribir, se trata de que todo ese relato, un poco desorganizado, tenga sentido dentro de una narración, bajo la mirada de un autor. En este caso, la mía.
“Creo que en algún punto todo esto tiene que ver con el instinto narrativo: saber cómo disponer las piezas para que, a veces, choquen entre sí y produzcan un resultado ambiguo, contradictorio, inquietante. Saber cuándo glosar, cuándo tomar la voz narrativa, cuándo describir, cuándo subrayar, y cuándo conviene que determinada cosa la diga el personaje.
“Por ejemplo, cuando Silvia empezó a contar cómo ocurrieron las violaciones, yo no tenía por qué transformar eso en una prosa más lírica, más poética, más ‘interesante’. Ahí, mi lugar era el de la modestia: dejarla hablar por completo.
“Pero en otros momentos, como cuando me habló de su secuestro —de cómo iba a una cita con una militante de Montoneros, y fue capturada porque la otra ya estaba secuestrada—, todo eso tenía un ritmo muy horroroso, muy vertiginoso. Y ahí sentí que la que debía tomar la voz era yo, para que el lector sintiera realmente lo que vive una persona embarazada de cinco meses, que lleva consigo una pastilla de cianuro para matarse si la atrapan. Una pastilla que la organización le da no sólo para evitarle la tortura, sino también para evitar que, viva, pueda delatar a otros.
“Entonces, para transmitir todo eso, necesitaba una prosa más brutal que el relato aplomado y sereno de Silvia. Creo que todo eso es parte del instinto narrativo. Porque las intervenciones autorales no sólo conectan piezas: hacen avanzar el relato. Y a veces, para que la historia avance, hace falta que lo diga la voz del autor y no la protagonista.
“Y eso, en el fondo, es la escritura: saber cuándo meterse sin tapar la narración. No se trata de que quede bonito, sino de que quede ajustado a lo que viste durante meses o años desde la trinchera. Con ‘trinchera’ me refiero a que los periodistas tenemos el privilegio de estar viendo muchas cosas desde el primerísimo plano. Somos un poco los ojos de los lectores en lugares a los que ellos no pueden acceder.
“Nadie en esta sala podría ir a tocarle el timbre a Silvia Labayru y decirle: ‘Hola chica, quiero que me cuentes tu historia’”.
(CONTINUARÁ…)