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Apuntes de 'La llamada'

La escritora Leila Guerriero publicó lo que es sin duda su obra más radical. Juan. C. Bautista
La escritora Leila Guerriero publicó lo que es sin duda su obra más radical. Juan. C. Bautista

Podría empezar contando que conocí La llamada entre los aeropuertos de Hermosillo, Ciudad de México y Madrid. Los aeropuertos son lugares en los que el tiempo se interrumpe. Abrí el libro en una sala de espera y no lo cerré hasta llegar a otra. No recuerdo cuál y cuál. Recuerdo, en cambio, la voz. Una voz que no es exactamente la de Leila Guerriero, la autora de este prodigioso retrato publicado por Anagrama.

Tampoco es exactamente la de Silvia Labayru, la protagonista retratada.

La voz que recuerdo es quebrada, desplazada, como si hablara desde los escombros de algo que no terminó de ocurrir. Una voz de después.

En ese momento pensé que La llamada no debería existir. Que quizá era un artefacto imposible, un acto que desobedece la lógica de los géneros, de las consignas, de las militancias, de las frases hechas, del periodismo como circo, de la literatura como consuelo.

La llamada no consuela a nadie, no convierte a nadie en héroe, no le ofrece redención a la víctima ni le da tregua al lector.

Y por eso es tan desafiante.

***

Hay quienes dicen que la historia de Silvia Labayru es la historia de una traición. Creo que es una historia donde las categorías se disuelven, en la que la culpa se mezcla con la supervivencia, la ideología con el cuerpo y el recuerdo con el terror. Es la historia de una mujer a la que quisieron borrar dos veces: primero los torturadores, luego quienes supuestamente estaban de su lado.

Y ahí entra Leila.

Pero no entra como quien hace justicia. Entra como una presencia mínima, con una capacidad de escucha radical, como una especie de médium literaria que entiende que hay historias que no se escriben desde el control, sino desde un pálpito riguroso, desde el temblor.

La historia de Silvia Labayru no es una historia cualquiera: durante la dictadura argentina fue secuestrada, torturada, violada y forzada a parir en cautiverio. Ella sobrevivió. Y al sobrevivir, fue también condenada por sus antiguos compañeros de militancia, que la acusaron —sin pruebas— de haber colaborado con los verdugos. Como si haber resistido no bastara. Como si seguir viva fuera, en sí misma, una traición.

***

La llamada es un libro sobre muchas cosas: sobre la dictadura argentina, sobre la memoria, sobre la maternidad en el infierno. Pero también es, quizá sobre todas las cosas, un libro sobre el lenguaje.

Su estructura parece simple. Una mujer habla. Otra transcribe, pregunta, aguanta. Pero en realidad es una danza sobre el abismo, un libro hecho de lapsus, silencios, repeticiones, olvidos. Un libro que no teme quedarse en la ambigüedad, en la fragilidad, en esa zona maldita donde la verdad no se puede enunciar sin que se descomponga.

Recuerdo que hace muchos años cuando leí por primera vez a Leila, con Los suicidas del fin del mundo, sentí algo que los cronistas y aprendices de cronistas nunca entendemos: que la realidad no necesita adornos, necesita ritmo, que el mundo no se cuenta con respuestas, sino con preguntas bien puestas, y que la palabra exacta no es la más bonita, sino la precisa, la que duele.

***

Con la petulancia de ser uno de los miles de lectores de Leila, me atrevo a decir que La llamada es su libro más radical. No en términos de denuncia —aunque hay denuncia—, sino en términos de forma y en términos de principios. Aquí se funden ética y estética.

Leila no escribe para cerrar heridas. Escribe para que no se cierren en falso.

El ritmo de este libro no es narrativo. Es respiratorio.

Cada frase está tallada como si pudiera romperse.

Cada silencio cuenta.

***

Monterrey es un lugar donde las palabras a veces suenan como ráfagas y las memorias se disuelven al instante. A quienes somos de acá, este libro nos recuerda algo incómodo y necesario: que no toda la historia es una historia de éxito, y que no toda sobrevivencia es heroica. Que hay relatos que se arrastran, que se arruinan en el camino, que no encuentran comunidad, que no se acomodan en ninguna consigna.

Y aun así, o más bien por eso, hay que contarlos y hay que leerlos.

Porque hay relatos que nos dicen que el dolor no siempre se organiza en discursos.

Que la verdad puede estar hecha de fragmentos contradictorios.

Que una mujer con miedo puede ser más valiente que cien militares o guerrilleros armados de razones.

***

Leila en Monterrey es algo raro, casi milagroso. No porque no suela venir, sino porque uno siente que las escritoras como ella viven en otra frecuencia. Una donde las palabras no se gritan, sino que se escarban con una serenidad casi chamánica.

Si esto fuera una novela de fantasmas —y en cierto modo lo es—, yo diría que todos los que ya leímos La llamada estamos ya un poco poseídos por esa voz que cruza las páginas de este libro, que algo en nosotros atendió una llamada que no esperábamos y que no sabemos cómo responder.

Pero aquí estamos.

No hay un nosotros que contenga a todos. Y, sin embargo, seguimos hablando en plural. Ese plural que usamos los periodistas, los escritores, los militantes, las víctimas... Ese nosotros que quiere dar abrigo, pero que a veces da sombra. Ese “nosotros” que Silvia Labayru nunca sintió del todo propio, porque la excluyeron hasta de su propia historia.

Y por eso este libro importa tanto. Porque no trata de que todos estemos de acuerdo, sino de que al menos escuchemos. 


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Diego Enrique Osorno
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