El sujeto se aproximó sin que nadie lo advirtiera. Pasó un brazo por encima del hombro de su víctima, tocó luego su cadera y pecho y por último se acercó peligrosamente al cuello.
Cuando la mujer tomó conciencia de que estaba siendo acosada, se quitó de encima al agresor; todo ocurrió muy rápido y a unos cuantos pasos de Palacio Nacional.
La víctima asegura que el hombre llevaba aliento alcohólico, quizá también iba drogado. Sorprendentemente, sus ayudantes no dieron importancia al hecho. Dejaron partir al fulano sin realizar una investigación para dimensionar el verdadero riesgo. No lo detuvieron ni lo interrogaron. Lo dejaron ir como si el evento hubiese sido intrascendente.
Horas después —se dice— no muy lejos de donde la presidenta Claudia Sheinbaum fuera agredida, Uriel Rivera volvió a acosar a otra mujer. No fue hasta entonces que se le aprehendió para presentarlo ante la Fiscalía de Delitos Sexuales de la CdMx.
Solo porque el evento fue grabado por un celular y el video se hizo viral, la Presidencia de la República se vio obligada a fijar una posición. De otra manera, probablemente jamás nos habríamos enterado.
Al día siguiente, de nuevo, fue Sheinbaum quien enfrentó el tema en solitario. Puso en el centro el acoso sexual del que había sido víctima, para luego extender su alcance hacia el resto de las mujeres que sufren cotidianamente agresiones similares. La mandataria concluyó dando instrucciones para que las leyes en materia de acoso y agresión sexual se homologuen en todo el país.
Cuando se le preguntó si había contemplado modificar los protocolos de su seguridad, Sheinbaum respondió tajante que no tenía ninguna intención de reforzar o cambiar nada.
La agresión sufrida por la jefa del Estado mexicano, el martes 4 de noviembre, merece ser analizada desde dos puntos distintos. Uno de ellos, desde luego, es el del acoso sexual que ella y tantas otras mujeres en nuestro país viven por obra de la violencia machista.
Pero hay otra aproximación que ni la Presidencia, ni el resto de la sociedad deberíamos ahorrarnos. El evento que involucró al señor Uriel Rivera debió también ser abordado como amenaza a la seguridad nacional. Independientemente de los motivos que llevaron al hombre alcoholizado a cometer la agresión, es preciso insistir en que logró ponerle un brazo encima, tocó el cuerpo de la mandataria y llevó su rostro a pocos milímetros de su yugular.
Todo ello mientras el personal de la Ayudantía de la Presidenta estaba mirando para otro lado. Para cuando Juan José Ramírez Mendoza, director general de esa dependencia, se aproximó al agresor, ella ya se había apartado del individuo.
Por cierto, que, en el video, no se advierte presencia del resto del personal de seguridad. Insisto, es grave que esos funcionarios no hayan detenido inmediatamente a Rivera para interrogarlo y descartar cualquier otra amenaza.
Las preocupaciones no se agotan aquí; obligan a interrogarse —en sentido más amplio— sobre el cuerpo de seguridad que debería proteger cotidianamente a la mandataria.
¿Quién es, por ejemplo, Juan José Ramírez Mendoza, el funcionario que no fue capaz de prevenir ni evitar la agresión? ¿Qué formación tiene para ostentarse como el servidor público más importante del Estado mexicano encargado de velar por la vida de la Presidenta?
Sorprendentemente, no existe información pública que responda a esta cuestión. Por notas de prensa sabemos que Juan José es hermano de Sebastián Ramírez, ex dirigente de Morena en CdMx y actual director de Fonatur. Este dato biográfico, sin embargo, no ayuda a despejar dudas. La ausencia de más datos es en este caso información relevante.
Todavía más destacado, ¿cómo está integrada la Ayudantía que sustituyó al Estado Mayor Presidencial durante la administración de Andrés Manuel López Obrador? Aquel cuerpo, que nació en 1926 y fue eliminado en 2018, llegó a tener 8 mil efectivos: ¿cómo explicar que las funciones antes encomendadas a ese cuerpo militar las realicen ahora —según datos oficiales— únicamente cuarenta personas?
Cabría suponer que, además de la Ayudantía, también proveen servicios de seguridad a la presidenta Sheinbaum, el Ejército y la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana. Si es así, ¿por qué no se les vio reaccionar cuando la agresión del señor Uriel Rivera?
Lejos de los discursos demagógicos, no habría de suponerse que el pueblo cargue con una responsabilidad tan especializada que es del gobierno.
Cuidar la vida de la mandataria y, por tanto, minimizar al máximo los riesgos a la seguridad nacional implicados en cualquier situación que la amenace, no es una tarea de la gente de a pie, sino de profesionales bien entrenados, capacitados y eficientes para reaccionar.
En este contexto, hay que poner en duda la decisión de no reforzar la seguridad de la mandataria.
Tal cosa raya en la negación de la realidad que está viviendo el país. Es mandatorio conjurar todo escenario que ponga en apuros la salud o la existencia de la Presidenta, sobre todo en una época donde las amenazas a la soberanía son muchas y muy graves.
No es broma cuando Donald Trump intimida con emprender una acción militar terrestre contra México. Tampoco es mofa cada vez que insiste con que nuestro país no está gobernado por la presidenta Sheinbaum, a quien supuestamente respeta, sino por los cárteles de la droga. Ese señor cree realmente lo que dice. Debería ser una misión principal del gobierno conjurar todo pretexto que pueda materializar dicha amenaza.
Tampoco fue farol del Cártel Jalisco Nueva Generación el asesinato de Ximena Guzmán y José Muñoz, colaboradores de Clara Brugada. Ni los homicidios recientes de Bernardo Bravo, líder limonero de Apatzingán, y Carlos Manzo, presidente municipal de Uruapan.
La seguridad nacional de México está asediada por dos frentes a la vez graves y conectados: el retorno de la política imperialista estadunidense y el poderío de las empresas criminales transnacionales que operan desde nuestro territorio.
¿Cómo llamar a una persona que se niega a reconocer esta realidad? O peor aún, ¿qué hacer con una sociedad que no es capaz de reconocer riesgos tan grandes?
La psicología aborda como una patología preocupante la distorsión cognitiva que conduce a la negación de la realidad.