Los opositores que participan en una contienda electoral tienen la mesa puesta, por decirlo de alguna manera, en lo que toca al catálogo de cuestionamientos que puedan hacerle al régimen en funciones.
La gran mayoría de los gobiernos terminan por ser impopulares y por eso es que el juego democrático es un asunto de alternancias en el poder. Y precisamente ahí, en el descontento del pueblo soberano, es donde los aspirantes a llevar las riendas cosechan puntos a favor, provechos que esperan ver reflejados posteriormente en las urnas.
La política es un asunto de promesas, desde luego, pero también de señalamientos y denuncias. Quienes compiten en la arena pública pueden ser vagamente propositivos y dibujar una hermosa utopía en el horizonte pero lo que les resulta más rentable no es eso sino los ataques a los gobernantes.
Ahora mismo, hasta el menos avispado de los que codician la silla presidencial podría llenarse la boca enumerando, uno a uno, los yerros de quienes gestionan la 4T aunque, vistas las cosas en este país, la estrategia no sería demasiado productiva: la gente no sólo parece digerir con ejemplar resignación el haberse quedado sin guarderías y no contar ya tampoco con el Seguro Popular sino que manifiesta un gran aprecio por el presidente de la República.
La opción de criticar sigue estando de cualquier manera en su arsenal pero, justamente, esa herramienta no figura en el menú de las llamadas corcholatas. Y, no solo eso: tampoco pueden proponer demasiadas cosas los aspirantes de Morena —o, más bien, prácticamente nada— porque en el momento mismo de balbucear trabajosamente que hay que hacer esto o lo otro les pueden jalar las orejas restregándoles en las narices que eso ya se está haciendo.
Y es que en México estamos viviendo, aunque muchos de nosotros no nos demos cuenta, en el mejor de los mundos. Pregúntenle ustedes, si no, a cualquier seguidor de la 4T y les pintará el más idílico de los panoramas. Los únicos atorones se deben a la herencia maldita que nos dejaron conservadores nefastos de la calaña de Felipe Calderón y los suyos. Fuera de eso, la cuarta transformación es un hecho histórico.
Los que participan en la carrera con los colores oficiales, por lo tanto, tienen un margen de acción extremadamente reducido: no pueden exigir cuentas ni esbozar siquiera soluciones a algo porque, qué caray, en el camino hacia la dicha terrenal no hay manera de ir mucho más allá de Dinamarca y esa meta ya ha sido cacareada.
Les queda, eso sí, arremeter contra los de antes. Y tienen mucha tela de dónde cortar, al parecer. La presunta favorita, para mayores señas, acaba de publicar un tweet embistiendo contra Ernesto Zedillo. ¿Qué le recrimina? Pues, que privatizó los ferrocarriles. ¿Hay que entender, con la debida malicia, que la señora Sheinbaum los va a volver a estatizar?
Quién sabe pero, oigan, por lo menos logramos avizorar ahí una propuesta.