El Partido Acción Nacional fue durante décadas enteras el gran opositor del oficialismo priista. Llegó el momento, sin embargo, en que pactó con su adversario de siempre para conformar una gran alianza y concurrir conjuntamente a las elecciones.
Hoy, justamente cuando la organización intenta redefinir una ruta y disponer otros derroteros, muchos observadores señalan que el maridaje con el tricolor les cobró una muy pesada factura a los blanquiazules y que, al desnaturalizarse ellos y desconocer sus preceptos fundacionales, sembró la semilla de su propia decadencia hasta el punto de perder relevancia y desencantar a sus militantes.
Pues, siendo la política un arte de compromisos y acomodamientos, la oportuna asociación de los contrarios para procurar beneficios compartidos y alcanzar las metas ambicionadas no es una extravagancia sino un movimiento estratégico decidido de común acuerdo y luego de sopesar las ventajas o los posibles perjuicios.
El entendimiento entre adversarios es uno de los mejores escenarios que se puedan configurar en el horizonte de lo público, en oposición a la muy perturbadora atmósfera de enfrentamientos, enconos, hostilidades e intolerancia que nos asfixia ahora.
Uno de los puntos más alentadores durante el mandato del denostado Enrique Peña fue la celebración del llamado “Pacto por México” entre las distintas fuerzas políticas para emprender reformas estructurales de gran calado.
El hecho de que el régimen morenista se haya apresurado a desmantelar los arreglos que se habían alcanzado para modernizar el sector energético o mejorar el sistema educativo de la nación mexicana no es una victoria republicana ni mucho menos: es un retroceso en todo el sentido de la palabra y una auténtica condena de estancamiento en el desarrollo del país.
El divisionismo, componente sustantivo del modelo populista, forma parte de la receta que nos está surtiendo hoy doña 4T y la fabricación de enemigos –cuando no declarados “traidores a la patria”— ha ido a todo tren desde que el anterior mandatario comenzara a oficiar desde el púlpito presidencial.
Hay entonces espacio para la añoranza, vaya que sí, y para la evocación de unos tiempos en que los contrincantes se daban la mano, así fuere que el respetable público les hiciere pagar después el precio en las urnas. En fin...