
La lírica que nació con acento mexicano podemos ubicarla a partir del siglo XIX con las plumas de Guillermo Prieto o Ignacio Ramírez, también conocido como El Nigromante.
Toda nuestra literatura seguía una línea que imitaba los esquemas y los lineamientos del canon importado desde la Península Ibérica.
Fue hasta que los escritores nacidos en nuestro territorio, comenzaron a incorporar vocablos y modos particulares del uso del lenguaje, que aparecieron textos novedosos con un sello propio; de manera principal, reflejaron las costumbres de lo cotidiano y de aquello que sorprendía al revelar, tanto aspectos de las tradiciones, como algunas de las formas que espontáneamente surgieron en este entorno.
El movimiento Romántico penetró contundentemente, quizás como rememorando una melancolía que se había mantenido soterrada; igual que los ídolos tras los altares o el idioma perdido y la cosmovisión agrietada.
Poetas como Amado Nervo permitieron que sus emociones quedaran plasmadas en versos que hoy siguen siendo parte de nuestro lenguaje, aunque no nos demos cuenta.
Poemas suyos, de Díaz Mirón o de Rubén Darío influyeron en los compositores que se dedicaron al bolero o a la balada romántica; sin embargo, en el ámbito de la canción ranchera, el modo llano y coloquial, tuvo la influencia de los escritores que permitieron el desarrollo de una literatura nacional; aunque ellos también hayan tenido el sello de los románticos.
Cuentan que Víctor Hugo proclamaba: “La gramática destruye la poesía. La gramática no está hecha para nosotros. No debemos saber la lengua por principios. Debemos hablar como la palabra nos viene a los labios”.
Me encontré con un poema de Guillermo Prieto, perteneciente a su obra lírica, dedicado al mar. Me asombré al constatar las similitudes que tiene con una canción de mi padre. De ahí que quiera mostrar sus resonancias, simulando un juego de espejos entre ambos poemas:
“…Te encadenó el señor en estas playas cuando Satán del mundo, temerario plagiando el infinito, le quisiste anegar, y en lo profundo gimes ¡oh mar! En sempiterno grito…”.
Prieto desarrolla a lo largo de varias páginas lo que el mar representa, su fuerza, su grandeza, pero también sus límites. La canción es, desde luego, por su estructura menos pretenciosa, pero no por ello carece de calidad lírica, para mí es una de las canciones más bellas de José Alfredo:
“Mar, llegaste hasta la orilla que Dios te señaló; mar no puedes abarcar, aunque quisieras, más que yo. Mar, llegaste hasta la orilla que Dios te señaló, a quedarte tranquilo, tranquilo y quieto, a pesar de tu grandeza y tu furor”.
Es curioso observar lo que el mar o la mar representan desde el simbolismo, ya que, partiendo de esta ambigüedad genérica, topamos con un andrógino que sostiene un poderío casi inigualable. Chevalier, en su Diccionario de los símbolos establece, en principio, que el mar es el símbolo de la dinámica de la vida. Asegura que todo sale del mar y todo vuelve a él: “Lugar de los nacimientos, de las transformaciones y de los renacimientos”. De ahí también la ambivalencia y la incertidumbre.
Considero que en las siguientes estrofas queda plasmado ese juego de espejos, que señalé en párrafos anteriores. Guillermo Prieto escribe:
“…Vas, te encrespas, te ciñes con porfía, retrocedes rugiente y del tenaz luchar desesperada, te precipitas en su negro seno despedazando tu altanera suerte. En tanto, al viento horrible, arrastrando al relámpago y al rayo, cimbra el espacio, rasga el negro velo de la tiniebla, se prosterna el mundo y un siniestro se percibe ¡oh mar!, en lo profundo…”
Y José Alfredo canta: “Pero esperas que el viento te acompañe y entre los dos formar una tormenta, entre los dos hacer mil tempestades y arrastrar a su paso lo que encuentran…”.
Esta fuerza implacable del mar encierra quizás el origen del sentido sagrado, porque los antiguos le otorgaron su cualidad divina, ese mítico relato y las narraciones que cuentan sobre las figuras monstruosas que emergen de las profundidades marinas; existen leyendas que cuentan sobre rituales y sacrificios para tener contento al dios del mar.
Dejémonos llevar por el vaivén de los versos que escribieron estos dos grandes poetas: “…Y yo le preguntaba: ¿quién eres tú? ¿De la creación olvido, te quedaste tus formas esperando, engendro indescifrable, en agonía entre el ser y el no ser siempre luchando?¿Al desunirse de la tierra el cielo en tus entrañas refugiaste al caos? ¿O, mágica creación rebelde un día, provocaste a tu dios, se alzó tremendo; sobre tu frente derramó la nada, y te dejó gimiendo a tu muro de arena encadenada?”
Por su parte, José Alfredo concluye su canto:
“Mar, llegaste hasta la orilla que Dios te señaló; mar, no puedes abarcar, aunque quisieras, más que yo. Yo que quiero a fuerza adueñarme de ese amor, pero siempre mi vida se detiene en la orilla que Dios también a mí me señaló”.
Es evidente también la relación que ambos establecen entre Dios y el mar o la mar, los dos trabajando con endecasílabos logran entregar versos que develan el gran poderío del mar, pero siempre limitados por orillas o cadenas. Creo que quizás ustedes, estimados lectores, habrán sentido cómo palpita una reflexión filosófica entre estos versos.