Cultura

La vida alta

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En 1925, hace casi cien años, José Ortega y Gasset escribió un artículo en el que se quejaba de la obsesión por la vida saludable que observaban sus contemporáneos. Parece que esta obsesión tan nuestra, tan del siglo XXI, la de mantenerse en forma haciendo ejercicio, comiendo productos saludables y rehuyendo los excesos y los vicios, viene de lejos, de un siglo atrás cuando menos, aunque entonces la doctrina de la vida sana no era tan invasiva, tenía menos canales para difundirse.

Al parecer esta obsesión por llevar una vida sana, que nos prolongue la existencia, es una cosa cíclica y reaparece después de un periodo de hedonismo colectivo, como sería el caso de nuestro tiempo: todo ese sibaritismo, esa voluptuosidad, esa condescendencia frente a los vicios y el placer que articuló a la sociedad occidental buena parte de la segunda década del siglo XX, ha desembocado en la vida saludable del siglo XXI; el péndulo se ha ido hacia el otro lado, precisamente como pasó en 1925, cuando la ciudadanía basculaba hacia lo saludable después de unas décadas de disipación que, en 1858, denunciaba alarmado el poeta Walt Whitman. En un periódico de esa época, The New York Atlas, el poeta escribía, con el seudónimo Mose Velsor, unas filípicas en contra de sus contemporáneos que, a esas alturas del siglo XIX, eran unos disolutos.

Estos vehementes, e ilustrativos, artículos, pueden leerse hoy en la revista The Walt Whitman Quarterly Review, una publicación online de la Universidad de Iowa; en ellos se queja el poeta de la conducta de sus paisanos que él ha ido observando y que merecería, desde su muy particular perspectiva, erradicarse. Critica, por ejemplo, que Estados Unidos sea el país que más medicamentos consume y recomienda hacer ejercicio físico como caminar o trotar, o practicar algún deporte y, si es posible, hacerlo “con ese calzado suave tan cómodo que usan los beisbolistas para no maltratarse los pies”.

Su opinión sobre la alimentación difiere de lo que hoy opinaría un militante de la vida saludable, dice que el régimen vegetariano produce personas de aspecto infeliz y melancólico y en su lugar sugiere una dieta abundante en carne. El poeta advierte a sus lectores sobre lo perjudicial que resulta esa costumbre de añadir saborizantes artificiales, colorantes y aditivos a los alimentos e invita a consumir productos naturales. A estos alimentos químicamente intervenidos los llama trash, literalmente “basura”, como seguimos denominándolos nosotros siglo y medio después. Whitman estaba seguro, y así lo escribe en uno de sus artículos, de que ese regreso a los viejos malos hábitos, a la vida sedentaria, a la alimentación descuidada, a los vicios y a la sobre medicación, era una tendencia que cíclicamente se instalaba en la sociedad.

Whitman se quejaba en su época de que sus contemporáneos eran unos disolutos mientras que Ortega, casi setenta años después, se queja de lo contrario, de la paradoja en la que están atrapados sus contemporáneos, que para alargar sus años de vida, se privan de la vida, una paradoja que ha vuelto con fuerza en el siglo XXI.

“La moral de la modernidad ha cultivado una arbitraria sensibilería en virtud de la cual todo era preferible a morir”, escribe Ortega en, repito, 1925, y luego añade: “Por otra parte, el valor supremo de la vida —como el valor de la moneda consiste en gastarla— está en perderla a tiempo y con gracia”. Ante ese panorama de gente obsesionada por alargar su vida a partir de rutinas saludables, el filósofo se pregunta: “¿Va a ser nuestro ideal la organización del planeta como un inmenso hospital y una gigantesca clínica?”. En este siglo nuestro, al inmenso hospital y a la gigantesca clínica, tendríamos que añadir el resto de establecimientos que procuran y exaltan la salud que se han ido multiplicando en los últimos años y que no existían en la época de Ortega, como el yoga, el pilates, las albercas heladas para la mejor circulación de los flujos del cuerpo, las tiendas de remedios naturistas industrializados, de té y de instrumental y prendas especializadas para hacer deporte, etcétera.

“Esta es la manera de sentir propia del espíritu industrial, del ánimo burgués. Quiere a toda costa vivir y no se resigna a reconocer en la muerte el atributo más esencial de la vida. A este fin emplea el único procedimiento hábil para alargarla, que es reducirla a su mínima expresión, como hacen ciertas especies animales al sumirse en el sueño invernal. Los biólogos han dado a éste el nombre de vita minima. Con lo cual resulta que la vida se prolonga en la medida que no se usa. Se obtiene su extensión a costa de su intensidad”. Y más adelante remata el filósofo: “¿Por qué ha de triunfar la moral de la vida larga sobre la moral de la vida alta?”.

Así establece Ortega la vida alta frente a la vida larga, que implica necesariamente abrazar la vita minima, y con esto nos invita a reflexionar sobre esa disyuntiva vital. Si además consideramos que la obsesión colectiva por la salud llega cíclicamente y en oleadas, después de periodos de hedonismo colectivo, nos será más fácil distinguir si ese entusiasmo por la vida saludable es de verdad una idea nuestra, o se trata de una moda que ha sido inducida, impuesta, por el espíritu conservador de nuestro siglo.

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Jordi Soler
  • Jordi Soler
  • Es escritor y poeta mexicano (16 de diciembre de 1963), fue productor y locutor de radio a finales del siglo XX; Vive en la ciudad de Barcelona desde 2003. Es autor de libros como Los rojos de ultramar, Usos rudimentarios de la selva y Los hijos del volcán. Publica los lunes su columna Melancolía de la Resistencia.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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