Margit Frenk cumplió cien años el 21 de agosto pasado. Nació hacia 1925 en Hamburgo, Alemania, y desde hace muchas décadas tiene la nacionalidad mexicana.
Por la amplitud y profundidad de sus saberes y por su dilatada carrera sobre todo en la UNAM y El Colegio de México, se trata de lo que habitualmente calificamos como “eminencia”.
En su larga trayectoria, la doctora Frenk acumula libros de crítica, compilaciones y traducciones que le han granjeado los más altos reconocimientos que es posible otorgar en México al quehacer académico.
Fue, lo digo como dato lateral, esposa del maestro Antonio Alatorre, también notable estudioso de la literatura.
En su libro Cuatro ensayos sobre el Quijote (FCE, Lengua y estudios literarios, México, 2013, 58 pp.), Frenk pone en juego su agudeza para analizar aspectos de suyo atractivos sobre la novela de Cervantes.
Los hace con profundidad, pero sin ubicarse lejos del lector no especializado.
Son, pues, asedios que sin renunciar a la hondura en el tratamiento del tema permiten al lector de a pie vislumbrar recovecos no tan evidentes del Quijote, libro que jamás agotará su capacidad de sugerencia.
Los ensayos refuerzan el deseo de claridad desde sus títulos: “El prólogo de 1605 y sus malabarismos”, “El imprevisible narrador en el Quijote”, “Alonso Quijano no era su nombre” y “Don Quijote ¿muere cuerdo?”.
Insisto en que la explícita promesa encerrada en los títulos se cumple en cada pieza. Así en el primero, donde Frenk focaliza su reflexión en el más que famoso prólogo cervantino a la primera parte del Quijote.
Y lo digo desde ya: creo que un común denominador en los tanteos de este libro radica en el examen de rasgos que hacen a la ambigüedad en todo lo que se relaciona con la novela sobre el esmirriado caballero andante.
El prólogo no es la excepción, y de hecho es en donde arranca el juego de Cervantes con la casa de espejos narrativa en el que ninguna afirmación puede ser entendida como certeza completa.
Cada párrafo es terreno movedizo, incluso en el paratexto prólogo, habitualmente tenido como no ficcional: “Cervantes se ha encargado de que la voz que habla en el prólogo sea la suya y, a la vez, no lo sea.
Al mencionar varias veces a don Quijote como si fuera un ser real, está ya con un pie metido en la por él inventada historia del caballero manchego y ‘ficcionalizándose’ a sí mismo”.
En efecto, no sabemos desde allí si quien escribe las páginas liminares es el autor mismo o un personaje inventado por el autor mismo que simula ser el autor mismo:
“Cervantes ha introducido en su prólogo a un personaje ficticio, con el cual finge dialogar. Así, por vía doble, ese que creíamos ser ‘Cervantes’ se nos convierte en un ente de ficción”.
Este recurso no es un mero pasatiempo para desesperar al lector, sino algo más entrañable, como lo consigna Frenk: “en el Quijote nada es de manera definitiva, sino que todo está en movimiento, en una fluctuación constante, que da fe de que la realidad es inestable, cambiante, contradictoria, como lo somos los seres humanos.
Por eso la ambigüedad consustancial de la obra, desde el ‘Desocupado lector’ del primer prólogo hasta las últimas palabras de la segunda parte. Ambigüedad inquietante, sí, pero que nos está trasmitiendo una idea liberadora: que no existe en este mundo una sola verdad”.
El segundo momento del libro trabaja en esa misma orientación, la de la ambigüedad, en este caso sobre el narrador de la historia.
¿Quién es?, nos preguntamos a cada rato: “¿de quién es la voz del narrador en el Quijote, si no es la de Cervantes?
Es de una entidad que se basta a sí misma, independiente de su autor.
La crítica cervantina de las últimas décadas lo ha llamado ‘supranarrador’, ‘narrador externo’ y, más técnicamente, “narrador extradiegético-heterodiegético’”, un narrador que “entra y sale de la escena y vuelve a entrar, caprichosamente, cuando se le antoja”, de suerte que “Son infinitas las situaciones sobre las que el narrador proyecta sus dudas, con expresiones como quizá, al parecer, debía de, se cree que, dicen que, es opinión que, parece ser que…”, y otra vez parece que salimos de un mundo de certezas estables para ingresar a otro espacio igualmente incierto:
“Las frecuentes expresiones dubitativas de ese narrador supuestamente omnisciente nos enfrentan a una realidad inestable, insegura”.
Los dos ensayos finales, ya lo adelanté, aran el mismo territorio: Cervantes, con malicia y no por descuido, construyó una historia en la que la realidad es como la realidad, no una, sino varias, tantas como subjetividades la perciban.
Por eso la suma de dos ambigüedades más: la del nombre del Quijote, que nunca sabemos bien a bien cuál es (“no ha faltado quien se refiera a este nombre como uno más de los que se adjudican en la novela al hidalgo.
Habla Laín Entralgo de ‘un hidalgo manchego del que nunca sabremos si se llamaba Alonso Quijano, o Quijana, o Quijada, o Quesada’”) y el hecho de que tampoco tengamos total certidumbre acerca de la condición en la que murió, si cuerdo o loco:
“Pienso que Cervantes no sería Cervantes si en ese final de su obra hubiera renunciado a la ambigüedad, si no hubiera proyectado sobre la afirmación de la cordura de su héroe un gran signo de interrogación”, así que “cuando don Quijote habla de caballerías, enloquece; cuando habla de otras cosas, está cuerdo.
Y esta antítesis perdura hasta el final”.
Dado todo lo anterior, la almendra del libro (de Frenk) está en sus énfasis sobre la inestabilidad del Quijote, el permanente coruscar de señas que llevan a un lugar que a su vez emite señas que nos traen de regreso al lugar de donde partimos o a otro distinto.
Lo dicho: el Quijote es inagotable y los cuatro ensayos de la centenaria Margit Frenk han colocado cuatro piezas más en el infinito rompecabezas cervantino.