Cultura

Cincuenta de Miguel Báez

  • Ruta norte
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  • Jaime Muñoz Vargas

Miguel Eduardo Báez Durán (Monterrey, Nuevo León, 12 de octubre de 1975) es mi amigo desde hace aproximadamente treinta años. 

Lo conocí cuando frisaba la veintena, poco más o menos, y era estudiante de la carrera de Derecho en la Universidad Iberoamericana Torreón. 

No recuerdo si fue mi alumno en alguna materia curricular o sólo del taller literario que propuse abrir allá por 1995. 

Procedo con la sola herramienta de la memoria, por eso la inseguridad de algunas fechas. No importa. 

Lo que importa es que Miguel mañana cumple cincuenta años y durante treinta de ese medio siglo lo he sentido cerca como amigo, un amigo al que estimo y admiro.

Cuando Miguel llegó a mi taller literario no pasó mucho tiempo para que llevara uno de sus cuentos. 

En un contexto (más ahora) de escritura deshilachada, sin respeto por el aseo y la claridad ni siquiera entre personas con títulos académicos, aquel joven fue una inmediata sorpresa para mí: escribía con una pulcritud que no correspondía con su corta edad. 

Sus cuentos se dejaban leer fluidamente, sin los accidentes habituales en las cuartillas de quienes escriben sin saber que escriben mal. 

La forma de su escritura tenía mucho de intuitivo, de puesta en acto del talento natural, es verdad, pero pronto me di cuenta de que tal pulcritud tenía otro soporte: Miguel había leído vorazmente, tanto que ya era posible hablar con él como si se tratara de un escritor maduro.

Luego de las primeras sesiones en el taller literario ocurrió un hecho que jamás olvidé. Miguel era un tallerista disciplinado y receptivo a los consejos. 

Su perfeccionismo y su elevada idea de la responsabilidad lo forzaban a llevar un cuento a la semana, casi como si fuera un desacato no llevar algo cada que concurríamos a la sesión. 

Nos veíamos los miércoles, y durante ocho o nueve oportunidades llevó un cuento distinto por semana. 

Fue allí cuando le dije que en un taller no era forzoso que los participantes llevaran obra nueva en cada sesión, y que incluso escribir un cuento a la semana ni siquiera era habitual en los cuentistas consumados. “Los escritores deben diversificar su escritura, tratar de manejarse bien en varios géneros”, le dije, y agregué una pregunta: 

“Además de leer y escribir literatura, ¿qué más te apasiona?” Miguel, sereno como siempre, con la mesura presente en todas sus respuestas, me confesó que le encantaba el cine.

Al revelarme esa otra pasión de su vida, le recomendé escribir reseñas de cine como complemento de su escritora literaria. 

Le di una mínima orientación sobre la forma general de la reseña y le propuse alimentar una columna en el suplemento La Tolvanera, que yo editaba y aparecía dentro de la revista Brecha. Miguel, muy joven, aceptó el reto y mucho antes de los 23 años se convirtió en el mejor comentarista de cine que a mi juicio ha tenido La Laguna. 

Tanto fue así que pasados unos pocos años, ya en el 2001, nos coordinamos para que publicara Vislumbre de cineastas, trece ensayos biofilmográficos, libro sobre directores importantes de la cinematografía mundial (Hitchcock, Buñuel, Bergman, Kubrik, Gutiérrez Alea, Malle, Arcand, Greenaway, Ripstein, Wenders, Lynch, Almodóvar y Campion) obra que hasta la fecha sigo considerando la más acabada de su tipo publicada entre nosotros. 

Un año después, en 2002, publicó Un comal lleno de voces, minucioso ensayo sobre el inagotable Rulfo.

Miguel egresó de su carrera con las mejores notas, siempre fue buen estudiante, y poco después emprendió una maestría en Letras Hispánicas en Calgary, Canadá. 

Al volver a Torreón comenzó su trabajo como profesor en la misma Ibero Torreón, y a la par siguió en la confección de reseñas de cine. 

En 2007, con el sello de la Universidad Autónoma de Coahuila, apareció Miel de maple, racimo de cuentos atravesado por las culturas canadiense y mexicana. Poco después, reemprendió el vuelo a Canadá, esta vez a Montreal. 

Perfecto bilingüe español-inglés, para su radicación montrealense había sumado el francés como tercera lengua. 

En aquel país se dedicó de lleno a la docencia en varias universidades, siguió con la escritura sobre cine y en el armado casi secreto de una obra narrativa consistente, escrupulosamente vigilada.

Volvió en 2017 a la docencia en las aulas de la Ibero Torreón, y en 2023 publicó, por la Universidad Autónoma de Nuevo León, Encuentros fortuitos, libro de cuentos en los que delata un domino del género que he visto en pocos escritores de nuestro país, y lo digo tanto por el aliento de sus historias como por el cuidado de la forma y la agudeza irónica de su mirada, una mirada que destaza convencionalismos y absurdos de la convivencia humana. 

Sé que tiene inéditos al menos dos libros de cuentos, tres novelas y, si reuniera el excelente material escrito en torno a películas y series, daría fácilmente para armar cuatro libros más.

Tranquilo, sencillo, respetuoso, ajeno a los ruidosos escaparates del mundillo literario local y nacional, Miguel Báez Durán, con quien orgullosamente comparto el “Eduardo” como segundo nombre, es un amigo, lo reitero, al que aprecio y admiro mucho, de allí que me dé gusto celebrar su medio siglo de vida, de amistad y, en su caso, de lúcida e inteligente vinculación con la escritura.

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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