Hace poco, mientras contemplaba una obra del artista Iván Trueta exhibida como parte de la exposición Derrumbe, actualmente montada en el espacio de Casa Limantour, experimenté con toda claridad lo que en Filosofía de la expresión Giorgio Colli nombra como “contacto metafísico”: el contacto entre lo que se expresa, en este caso la obra de arte, y lo inmediato de lo cual procede toda expresión, mismo que no se puede fijar mediante el lenguaje ni cualquier categoría lógica, sino sólo experimentarse como punto de encuentro entre lo que tenemos enfrente y otra cosa que no podemos ni sabemos nombrar.
Y precisamente la pieza en cuestión era una de las pinturas a las que Trueta ha llamado “indecibles”, parte de la serie Cronografías negras, donde a lo largo de varios años plasmó con una precisión después difuminada por la propia obra y su método, los objetos y espacios de cinco casas habitadas por su familia tras haberse exiliado en México desde la España franquista. Y si por un lado Trueta ha representado con grafito baúles, mesas, puertas, clavos y demás huellas materiales que funcionan como trasuntos de ese proceso tan enigmático al que conocemos como “memoria”, es —como ha dicho él mismo en entrevistas— una obra donde el residuo juega un papel determinante, quizá el central, pues en primer lugar aplica capas del residuo del grafito a las propias pinturas, oscureciéndolas y difuminándolas como analogía de lo que hace el paso del tiempo con la memoria. Y, de manera paralela al proceso de dibujar los objetos en cuestión, coloca en el suelo un lienzo de igual tamaño de la obra, que se estructura así como díptico, y al trabajar y pisar el lienzo donde cae el residuo de lo que se expresa va creando una nueva pieza, los “indecibles”, como residuo un tanto amorfo, difuso, colmado de matices, que sería una expresión o residuo de la pintura original, misma que a su vez registra los residuos que pudieron trasladarse durante el proceso de exilio. Que con el paso del tiempo se volvieron más residuales tanto por ser parcialmente objetos arrumbados, como por desvincularse cada vez más de su origen y adquirir una especie de estatus totémico de residuos de la vida anterior al exilio, que es el que Trueta ha resignificado genialmente en su obra. De manera que este proceso me recuerda una de mis canciones favoritas de Nine Inch Nails, “Copy of A”, cuando Trent Reznor canta, sobre un trasfondo de sintetizadores retorcidos y distorsionados: “I’m just a copy of a copy of a copy”.
Y fue precisamente uno de los indecibles aquel en donde tuve la experiencia de estar entrando en contacto con algo que no estaba del todo presente en la sala, aunque al mismo tiempo, sí, y me remitió a falta de un mejor término a estar presenciando una suerte de representación de lo inconsciente, pero en el sentido más lacaniano, de lo Real que escapa a toda representación simbólica. Como si la pintura realizada de manera no programada por las pisadas del artista sobre el residuo del grafito plasmado en un lienzo expresara toda una gama de recuerdos, ideas, emociones hechas materia, y plasmadas en las amorfas tonalidades de negros, grises y por momentos casi blancos. Como si la imposibilidad para nombrar lo traumático adquiriera su realidad precisamente en el hecho de mostrar que es imposible de nombrar, y que quizá la única —o la mejor— vía de acceso la proporcione la capacidad de la obra de arte para adentrarnos en los parajes de aquello que si bien estrictamente es indecible, en la obra de Iván Trueta nos proporciona a cambio una certeza inamovible de su plena realidad.