Samuel Coleridge acuñó el término “suspensión de la incredulidad” [suspension of disbelief] para referirse al pacto que realiza de manera implícita todo lector o espectador de una obra, mediante el cual se adentra en ella confiriéndole lo que Coleridge llamó “fe poética”, misma que hace que se tome y se viva como algo plenamente real aquello que en el fondo sabemos es una obra de ficción. Así que pensándolo bajo estos términos, quizá una de las principales funciones de la socorrida leyenda “basado en hechos reales” sea ayudar a la obra a reforzar la suspensión de la incredulidad, como si se le dijera de antemano al lector o espectador que lo que está por leer o ver es verosímil, pues de alguna forma ocurrió en la realidad.
Pero incluso si se cuenta con la realidad como prótesis explícita que confiera verosimilitud al relato, las obras que nos enganchan en general lo hacen por razones que suelen tener que ver más con la dimensión metafórica o incluso la capacidad para producir emociones y sensaciones (recuerdo a un amigo cuya madre tenía un sentido del olfato muy desarrollado, que contaba que leer El perfume de Patrick Süskind le había resultado una experiencia casi demasiado intensa, por los olores imaginarios que desataba en ella la lectura), justamente más ligadas a la capacidad de imaginar, pues incluso una obra escrita en un registro completamente realista debe proporcionar elementos para imaginar esa particular y personal versión de esa realidad que inevitablemente adquiere algo de ficticio al ser transmutada en obra literaria o de otro tipo.
Por ejemplo, en La metamorfosis ocurre desde las primeras líneas algo totalmente absurdo, que el protagonista se despierte convertido en un “monstruoso insecto”, sin que se ofrezca la menor explicación de por qué esto podría ser así, pero el resto de la novela transcurre bajo un aire casi costumbrista, de cómo se desarrollaría la vida de una familia clasemediera de la época que se enfrentara al dilema de que uno de sus miembros es ahora un insecto gigante. Y precisamente por el rigor al que Kafka somete a su propia narración, sin recurrir en ninguna ocasión a otro elemento fantástico o algún golpe de efecto que provoque por sí mismo algún impacto emocional en el lector, es que empatizamos absolutamente no sólo con Gregor Samsa y el ostracismo familiar que vive a causa de ser un insecto, sino en alguna medida también con los miembros de la familia, que si bien en algún sentido desempeñan el papel de villanos de la historia, la maestría de Kafka es tal que permite que también comprendamos su dilema, como si fuera el nuestro, que de alguna manera lo es cuando se lee La metamorfosis.
Pues ahí se muestra que quizá más importante que lo verosímil es lo metafórico, sin que en absoluto estén peleados ambos conceptos, pues si despojamos de la literalidad a la idea de despertar convertido en un monstruoso insecto, prácticamente cualquier persona podría empatizar e identificarse con la dimensión metafórica de ser por momentos considerado un bicho raro, y quizá lo raro sería más bien encontrar algún núcleo familiar donde alguno de los miembros no hubiera vivido alguna vez un dilema similar al que aqueja a Gregor Samsa. De manera que con todo y su muy descabellada premisa inicial, acaso La metamorfosis nos ilustre mejor cómo se estructuran los núcleos familiares a partir de una especie de premisa de expectativas de normalidad, y los violentos sistemas de castigos implícitos para quienes se aparten de las mismas, que las más detalladas crónicas o novelas escritas en registros más sentimentales, o incluso que manuales de psicología sobre sistemas familiares y demás.