No hay como ocultar las imágenes que dejó para la posteridad la revuelta del sábado pasado en la Plaza de la Constitución. El 15 de noviembre de 2025 habrá de quedar marcado en el calendario como el día en que la polarización verbal de la política se materializó en violencia de carne y hueso.
La terrible jornada mexicana en que los cuerpos se volvieron prescindibles; los cuerpos de los manifestantes, de la policía, de los reporteros, inclusive de los reventadores. El triunfo de la necropolítica en términos de Achille Mbembe, o como la llamaría Sayak Valencia, de la violencia gore.
Es tan absurdo como imposible asignar responsabilidades precisas sobre estos hechos porque estas recorren de un lado al otro del espectro ideológico. Frente a nosotros se asoma el fracaso de nuestra sociedad para llamarse a sí misma como tal. Atravesamos por una época en que no hay comunidad sino pedacería, dónde lo ajeno domina sobre lo común, la desconfianza sobre la lealtad y la fractura sobre la remediación.
Tan de moda que se ha puesto echarle la culpa de todos los males al neoliberalismo y sin embargo ninguna de las partes –insisto con la palabra ninguna– se aparta realmente de sus peores garras.
Dijo el jueves la presidenta Claudia Sheinbaum que en México no tienen resonancia los discursos que normalizan la violencia. Lamentablemente se equivoca. En nuestro trágico presente, la violencia resuena en los tendones, los músculos y los huesos de demasiadas personas.
Resuena también el discurso violento que convoca a los depredadores de la sociedad, lo mismo que aquel que se emplea para politizar, o peor aún, para politizar polarizando a la sociedad.
El discurso violento del neoliberalismo diría Mbembe, es aquel que se emplea para determinar quién o qué importa, y en el caso más extremo, quién o qué merece sobrevivir.
Tiene razón este pensador africano cuando advierte que el neoliberalismo no es sólo una filosofía económica, sino una filosofía general que sirve para orientar la discriminación, la arbitrariedad y la injusticia gestionadas desde el poder.
El neoliberalismo no sólo nos acostumbró a convivir con la violencia y la injusticia, las impuso con soberbia como método y como discurso moral.
En buena parte del mundo vivimos cuatro décadas de una maquinaria neoliberal que desgastó hondamente el tejido social, o más precisamente, que hizo colapsar la empatía dentro y fuera de las comunidades humanas.
Si la humanidad se encuentra hoy atravesando una era de incertidumbre es por el rechazo generalizado a la moral neoliberal que dejó un tejido emocional muy roto.
No obstante, los distintos movimientos políticos que han intentado sustituir al neoliberalismo –desde los insípidos centros o a partir de los ultra extremos conservadores y progresistas– se manifiestan, por sus prácticas y sus discursos, no como antídoto sino como herederos atrapados dentro del mismo neoliberalismo.
Contra el neoliberalismo no podría la derecha nacionalista ni el progresismo globalizador, de hecho, ninguna de las ideologías dominantes en los últimos siglos tendría mucho que decir o hacer para superarlo.
Tiene razón Carla Valverde, enfermera y escritora, cuando afirma que contra el neoliberalismo solo puede la empatía radical. Empatía entendida, no como compasión o sentimentalismo, sino como un acto de resistencia a la vez personal y político.
El derrumbe del neoliberalismo dejó al planeta en el grado cero de la empatía. En palabras del filósofo italiano Bifo Bernardi ese sistema inmoral generalizó la destrucción de la capacidad afectiva para sentir al otro.
Si bien hay seres humanos y comunidades que han logrado enfrentar las opresiones de esa maquinaria, abundan quienes, aun siendo detractores suyos, sostienen una relación rabiosa respecto de aquellos sujetos a quienes califican como seres ajenos a sus juicios, prejuicios, creencias, ideología o valoraciones.
Cada acto de soberbia de esos anti-neoliberales les vuelve neoliberales. Cada vez que desprecian las motivaciones de los demás, cada vez que son incapaces de comprender por qué esa persona a la que consideran su adversaria actúa de determinada manera, se confirma la política que vuelve prescindible al otro, o peor aún, que le entierra con violencia, tanto física como verbal, en alguno de los basureros de la humanidad.
Nos ha tomado tiempo entender que la crisis del neoliberalismo no significa que éste haya dejado de reproducirse. Sus modos, su tono, sus formas, sus actitudes y sus desplantes continúan vigentes.
Insistiría con Valverde que mientras no seamos capaces de sentir al otro, el neoliberalismo continuará impidiéndonos construir comunidad. Lo mismo sucederá si no podemos reconocernos como seres potencialmente vulnerables.
El neoliberalismo habrá quedado atrás cuando dejemos de normalizar el desprecio por la experiencia ajena, sea esta sexual, política, cultural, identitaria, religiosa, de clase o cualquiera que se alimente de ineluctable diversidad humana.
El neoliberalismo continuará siendo parte de nuestra cotidianidad cada vez que no sepamos prestar oído al dolor, a la protesta o a la exclusión de quien nos parece ajeno.
No basta con la filantropía, ni con las dádivas, o con las transferencias de las arcas públicas a las manos de los más necesitados; para desterrar el neoliberalismo sería necesario ir mucho más allá: asumirnos, sin recelos ni atavismos, como parte de un mismo sistema, de una misma comunidad, de un todo humano.
Si el neoliberalismo es una forma de no percibir al otro, su opuesto sería empatizar con ese mismo otro.
Se ha puesto de moda hablar de economía del cuidado. Otra prueba del uso de ciertos términos que no quieren partir. Tendríamos que hablar de la moral del cuidado, en el sentido más amplio, de la reconstrucción afectiva del tejido quebrado, de la procuración mutua y del entendimiento que trasciende el egoísmo dominante.
Concluyo con Valverde: tras el colapso de la empatía que impuso el neoliberalismo se requiere de un acto radical de la política que sea capaz de recuperar capacidad social para ejercer nuestra humanidad de manera solidaria.