Ah, pinches mexicanos, cómo me caen bien. Suena raro decirlo, porque soy uno de ellos, pero es que a ratos igual los detesto. Llamémosle neurosis autocrítica, cada quien la trabaja como puede. Como decía mi madre yo conozco a mi gente. Varios de los defectos que más detesto de mis connacionales tengo el pésimo gusto de compartirlos, de ahí que me resulten dos veces antipáticos. ¿Y a quién más se la voy a hacer de tos, ya sea esto con sorna, desdén o saña desgreñada, sino a quienes se atreven a parecérseme?
Si invitara a leer el párrafo anterior a, digamos, un austriaco, las pasaría negras intentando explicarle su sentido, o al menos convencerlo de que posee alguno. Para hacerme entender en esta y otras paradojas locales, necesito tener a un compatriota enfrente, pues de antemano sé que en lugar de extrañarse va a dedicarme esa risa malora con la que en estas tierras se le pica la cola a Satanás on a daily basis. Nos gusta, nos divierte, nos alimenta malorear al prójimo, no necesariamente por mala leche y a menudo como una travesura simpática que invita de por sí a la conchabanza.
Nunca fui bueno para respetar reglamentos —empezando por el de tránsito, que es el hazmerreír de mis coterráneos— pero tengo el tupé de avergonzarme y dar la media vuelta si ando en otro país y veo mexicanos distinguiéndose por sus modos cerriles, su presencia ruidosa o ya de plano su patanería. Nada nos alebresta más a los arbitrarios que tener que lidiar con otros arbitrarios. Más todavía en los dominios chilangos, donde cada uno vive convencido de poseer el copyright de la arbitrariedad.
¿Han visto manejar a los chilangos? La mano bien pescada del manubrio, con el brazo extendido, el tórax medio inflado y la mirada puesta por encima de los demás mortales, a mitad de camino entre desprecio light y menosprecio a full. No es fácil excusarla, pero se trata de una pose defensiva, acaso equiparable a la del forastero que abre de una patada las puertas del saloon, no porque esté pensando en echar bala, sino que tiene miedo a que se la echen. Ya en confianza solemos ser amigables, y de hecho prontamente confianzudos.
“¿Cuánto voy a quedarle a deber?”, pregunta uno al llegar a la caja, no únicamente por hacerse el gracioso sino para restarle peso a la ocasión. “¿Qué passsó?”, se solaza la cajera, con esa ligereza deliciosa que da el echar carrilla con perfectos extraños. En especial ahora que se nos aconseja no hablar, no responder, no obsequiar ni una méndiga sonrisa a personas que no conocemos y podrían aprovecharse de nosotros. Cierto, somos mamones los chilangos, pero no escatimamos la calidez, la risa o el sarcasmo, mismos que de repente prodigamos antes de la primera provocación.
Como chilango, se me pregunta mucho si le voy al América, los Pumas o el Cruz Azul, y la única verdad es que me viene guango. Desdeño esas estúpidas discusiones donde unos y otros hinchas se achacan atributos colectivos, con el único fin de pitorrearse y reafirmar la superioridad innata de su secta. Como chilango, pues, me da lo mismo a quién le van los otros, ya sea esto en el futbol o las canicas, y encuentro refrescante y saludable convivir con los clanes más diversos sin preguntarme por sus preferencias, fobias o simpatías.
Observo, en consecuencia, que este asunto de la multimentada polarización es, en primer lugar, profundamente antimexicano. No porque no haya gente que nos caiga gorda, sino porque a las madres preferimos mentarlas de una en una. Y he de decir que estoy hasta la puta madre de aguantar que pretendan amarrarnos navajas en manada y continúe creciendo la cizaña donde una vez hubo campechanía. Me cae que me caen bien los pinches mexicanos, y todavía mejor las mexicanas. Desde aquí les suplico: ya no mamen.