Recuerdo la tarde en que Yvonne Venegas llegó al rancho de don Alejo Garza Tamez con su cámara. No iba a ese lugar perdido de la convulsionada e inhóspita geografía de Tamaulipas para fotografiar una de las tragedias norteñas de nuestra época, sino el aire de después.
Juntos en aquella casa —que había resistido una noche entera de balas, fuego y saña— se respiraba un tipo de silencio que no pertenece a los vivos. El polvo flotaba como plegaria suspendida, y la luz entraba oblicua, rebotando en muros agrietados. Yvonne recorría el espacio sin decir palabra.
Esa colaboración para El valiente ve la muerte solo una vez fue punto de partida de una conversación que sigue sobre algo que me perturba: cómo mirar lo que queda después de, cómo convertir el vacío en forma. Durante ese proceso de documentación nos preguntábamos la manera de mirar sin invadir y de escuchar el eco de una vida que defendió su dignidad con las armas a la mano.
Todas las fotos fijas de Yvonne que forman parte de la película hecha con los archivos caseros del propio Don Alejo, son algo más que un registro. Cada imagen transmite piedad, y en esa piedad, un rigor visual que es una súplica por lo que no pudo decirse.
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Con el tiempo intuí que el arte de Yvonne consiste en despojar al mundo de su decorado. Lo ha hecho en mansiones de su natal Tijuana y en estudios familiares, en fiestas privadas y en retratos sin maquillaje. Su cámara no busca el instante decisivo; busca el instante posterior, ese segundo en el que la pose se deshace. En sus imágenes el poder es una coreografía que se fatiga, un espejismo que tiembla.
El primer trabajo que vi de ella antes de conocerla fue María Elvia de Hank, una lucha entre la apariencia y la verdad, entre la vida representada y la vida que se filtra sin permiso. María Elvia —esposa del zar del juego, del dueño de la jauría, del hijo del PRI…—, aparecía en sus retratos como una mujer atrapada entre la elegancia y el vértigo. Todo era lujo, pero el aire era inquieto. En esos retratos, Yvonne no acusaba ni celebraba; contemplaba. Y en ese gesto había una reflexión que cautivaba.
Otro de sus proyectos es Gestus. Yvonne convocó ahí a desconocidos mediante volantes y clasificados. Les pidió posar frente a un fondo neutro, sin contexto ni artificio, como si cada uno se interpretara a sí mismo. El resultado fue una galería de gestos suspendidos. La pose —ese viejo invento burgués— se convierte en una forma de oración, súplica muda por existir en el ojo de otro.
En mi caso, he tenido que pasar también parte de mi vida buscando grietas entre la representación y la verdad. Algunos de mis libros y documentales —desde los que abordan la guerra del narco hasta los que intentan entender la gloria y el dolor de un cazador o de un alcalde justiciero— nacen del mismo dilema: cómo narrar sin apropiarse, cómo mirar a la bestia sin domesticarla.
Quizá por eso me fascina el método de Yvonne. Porque la realidad es un teatro que se representa a sí mismo, y el trabajo de quien observa no es dirigir la obra sino esperar a que, por un segundo, el telón se corra y aparezca lo REAL.
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Cuando vi por primera vez las fotos de San Pedro, sentí algo parecido a lo que había sentido en el rancho de Don Alejo. Una perfección construida, literalmente, sobre la voluntad de borrar la imperfección. San Pedro Garza García, donde Yvonne situó su cámara, no sólo es un municipio de Nuevo León, sino la escenografía del país que México querría ser si no existiera México.
Las fotografías son impecables: niñas vestidas de blanco, piscinas con arcos góticos, mujeres recortadas contra paredes lisas o paisajes cuidadosamente domados. Todo está en orden, pero es un orden que tiembla. Yvonne levanta un tríptico silencioso de nuestro tiempo: orden, máscara y luz.
El orden es su primer patrón estético. En cada imagen hay una obsesión por la simetría, por la línea recta, por el control de la composición. Esa pureza formal parece un elogio, pero es un retrato del miedo. En México, el poder también se mide por la capacidad de mantener el polvo fuera del encuadre. Las fotos de Yvonne son templos donde lo humano se contiene como anomalía. Una piscina reflejando un arco medieval frente a la Sierra Madre no es un paisaje: es una declaración de fe en el orden como religión.
Otro patrón es la máscara. Yvonne fotografía a sus sujetos justo en el instante en que el personaje que representan empieza a agotarse. La niña en el columpio que ya sabe posar, la mujer de rojo que sonríe con un gesto que no alcanza, las adolescentes junto a la alberca que han aprendido que la pertenencia se ensaya con el cuerpo. No es casual que estas imágenes nazcan en el norte, donde capitalismo y catolicismo aprendieron a convivir con la misma sonrisa.
Y el tercer patrón es la luz, esa luz del norte que parece purificarlo todo y, al mismo tiempo, lo desintegra. Porque la luz en San Pedro es ideología pura. Es una luz limpia, clínica, sin sombra, casi una aspiración moral. Y hay algo político en esa claridad: el país quiere mostrarse próspero, civilizado, libre de polvo, pero la luz, al sobreexponerlo todo, deja ver las grietas: Hay una mujer de blanco sobre la cama en la que la pureza se convierte en defensa; en otra, una novia rodeada de vestidos idénticos, la blancura se vuelve fantasma; en la familia de estudio, la iluminación profesional convierte a cada integrante en evidencia.
Orden, máscara y luz, tres constantes de la estructura visual de Yvonne en su serie San Pedro, pero quizá también de su mirada: la que observa al poder sin caricaturizarlo, con la distancia exacta entre el retrato y el espejo. No se busca el escándalo, se busca la verdad incómoda de lo cotidiano: la belleza como forma del autoengaño. Yvonne no fotografía lo que está bien, sino lo que intenta parecerlo.
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En el norte de México la luz tiene filo. Es una luz que revela y castiga, que vuelve todo evidente y al mismo tiempo lo disuelve. Esa luz está en las fotografías de Yvonne como una protagonista silenciosa: ilumina los jardines impecables de San Pedro o de María Elvia y los muros de adobe del rancho de Don Alejo. Es la misma luz norteña que he tratado de seguir en Sonora o en Tamaulipas, en Sinaloa o Coahuila, caminos por donde el país a veces parece evaporarse.
Durante nuestro recorrido por el rancho de Don Alejo los dos caminábamos y mirábamos el mismo espacio, pero desde lados distintos del mismo umbral. Yo buscaba una historia; ella la respiración. Lo que a mí me interesaba como relato, a ella le interesaba como forma. Y sin embargo, estábamos persiguiendo lo mismo: la aparición de una verdad momentánea. En ese sentido, la fotografía que ella hace con maestría y el cine documental que intento hacer desde la víscera son parientes que quizá se reconocen sin hablarse.
En el cine documental, el tiempo se mueve; en la fotografía, se coagula, pero ambos operan con el mismo material: la memoria. Tal vez por eso las fotos de Yvonne, insertadas en El valiente ve la muerte sólo una vez, no eran simples ilustraciones, sino pausas necesarias. Espacios para respirar. Cada una parecía recordarnos que toda violencia deja un residuo de belleza involuntaria, una forma en la que la vida insiste.
El día que terminamos de filmar el rancho de Don Alejo, Yvonne se detuvo frente a la ventana del cuarto donde él había caído. Afuera cantaban unos raros pájaros rancheros de la tarde. Ella levantó la cámara y disparó una o dos veces. No dijo nada. Yo tampoco. Desde entonces, cuando pienso en Yvonne, pienso en ese instante: el ojo que mira y el eco que permanece.