La Generación Zeta mexicana nació en un país donde la guerra ya no era un evento extraordinario, sino el clima habitual. No vivió el levantamiento zapatista de 1994 ni el breve espejismo de la alternancia. Conoció desde la infancia la palabra “levantón”, los feminicidios diarios, los retenes militares, los alcaldes asesinados… Llegó cuando el miedo se volvió rutina y la violencia paisaje.
Esta generación es hija directa de la guerra de arriba que los zapatistas avizoraron en su análisis de la Sexta Declaración de la Selva Lacandona: una guerra silenciosa contra los pobres, contra los pueblos y contra quienes estorban al negocio. Pero también es hija de algo más: de la grieta, de una resistencia que no pretende tomar el poder, sino abrir un agujero en el muro del sistema para poder respirar.
Sí, se rebate que la zeta es frágil, que se ofende, que se dispersa, que se mueve por impulsos… pero esa supuesta fragilidad no es una falla, sino un diagnóstico. La zeta creció sin las certezas que sostuvieron generaciones anteriores. El futuro dejó de ser promesa y se volvió pregunta. Y la precariedad ya no es excepción: es la estructura de su vida. Viven en casas que no pueden abandonar, trabajos que no duran y entre algoritmos que los entienden mejor que sus padres. Todo eso es violencia, aunque no estalle como un AK-47.
Sin embargo, ahí donde el capitalismo intenta fabricar consumidores resignados o trabajadores autoexplotados, la zeta produce a veces algo inesperado: rabia lúcida. La rabia de quienes crecieron viendo a sus compañeras desaparecer, o a sus barrios ser tomados por los cárteles o los militares. Rabia de quienes aprendieron en su adolescencia que el Estado falla y que la vida no se protege sola.
A diferencia de otros movimientos clásicos, la zeta no organiza partidos ni busca caudillos. Su política no es electoral: es existencial. Se reúnen en colectivas, en chats, en festivales, en asambleas improvisadas donde el lenguaje no es solemne. Nadar sabe su llama contra la normalización del horror.
Si para el zapatismo, la palabra es arma y refugio; para la zeta, la palabra es meme y grito. Sin embargo, ambas estrategias comparten una misma intuición: no dejar que el poder defina el relato. Por eso la zeta se ríe, parodia, viraliza. No porque no importe nada, sino porque aprendió —como a veces lo hacen los zapatistas—, que la ironía puede ser un escudo contra el cinismo de arriba.
Por eso, a estas alturas, la pregunta no es si esta generación será revolucionaria o no en el sentido clásico marxista. La pregunta es si podrá convertir su rabia y su lucidez en un “nosotros” real. Si podrá pasar del yo herido al nosotros en rebeldía. Si podrá transformar tanto hartazgo en algo común.
En un país en el que la transformación puede confundirse con la devastación, o el humanismo con el nacionalismo, tal vez la relación entre la zeta y el zapatismo es menos prosaica, más poética: estriba en que ambos universos entienden que la libertad no es un regalo sino una práctica adictiva y contagiosa. Porque a zetas y a zapatistas, nadie puede decirles “así son las cosas” sin que éstos respondan con un “¿y quién te lo dijo?”.
Posdata casi cómica
La derecha menos inspirada de la historia reciente decidió disfrazarse de zeta, pero la zeta no es un eslogan para marchas prefabricadas (ni columnas balbuceantes como esta); es una generación que nació en el derrumbe y aprendió a desconfiar de todo lo artificial. No hay membrete ni lenguaje ni estética usada como marketing político que convierta a una élite rancia en vanguardia.