En las montañas del sureste mexicano, todavía hay caminos que parecen desafiar los calendarios del poder. En un momento en el que el fascismo, los nacionalismos y la necropolítica avanzan, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) celebra a partir de hoy un encuentro que reivindica otras vías: las de la resistencia por la vida, las de las narrativas de los de abajo, las de la sociedad sin Estado y las del cuidado en común. Sí, las de reconstruir un tejido social que el sistema intenta destruir, una lógica que se rebela a esa dinámica actual en la que la guerra ya no se percibe como guerra, sino como forma impuesta de vida.
A partir de este 2 de agosto y hasta el día 17, el Semillero Comandanta Ramona, del Caracol de Morelia, ubicado en la zona Tzotz Choj de Los Altos de Chiapas, será epicentro del Encuentro de Resistencias y Rebeldías: Algunas partes del Todo.
Durante quince días, los zapatistas recibirán voces del mundo que casi nunca se cruzan: activistas griegos que resisten a la perversidad financiera; mujeres kurdas que aprendieron a vivir entre la autodefensa y la utopía; afroamericanos de Estados Unidos que heredaron la rabia de los años sesenta; jóvenes latinoamericanos que crecieron bajo gobiernos supuestamente de izquierda que prometieron cambios y transformaciones simuladas. Todos estos viajantes llegarán a tierra de nadie para escucharse entre sí, algo cada vez más extraño en estos tiempos.
Según el último reporte difundido, 768 personas de 37 países han confirmado su asistencia, con 252 intervenciones programadas en forma de testimonios, talleres, presentaciones artísticas y diálogos colectivos. El encuentro se articula en torno a una convicción que los zapatistas repiten desde su alzamiento en 1994: la resistencia no es teoría, es práctica compartida. Otra variante de esto que también me ha tocado escuchar es la de “La teoría se hace”.
De acuerdo con la convocatoria firmada por el subcomandante Moisés, las temáticas abarcan la defensa del territorio y la naturaleza, la lucha de las mujeres y disidencias sexuales, la crítica al racismo y la violencia identitaria, hasta la migración, las guerras contemporáneas y el arte como herramienta de resistencia.
“Como mujeres que somos” abrirá la reflexión sobre feminismos indígenas y urbanos, mientras que las sesiones de “Destrucción de la naturaleza” expondrán desde la contaminación del río Sonora hasta el impacto del extractivismo en territorios mapuche, kurdos o amazónicos. Otras sesiones, como “Ataques a la diferencia”, cruzarán experiencias de pueblos originarios con luchas LGBT+, en un mapa que reconoce la interdependencia de todas las resistencias.
Desde 1996, cuando se realizó el Primer Encuentro Intercontinental por la Humanidad y contra el neoliberalismo, el EZLN ha tejido una cartografía de la rebeldía global. Aquellos encuentros también llamados intergalácticos sirvieron para anticipar lo que luego se conocería como el movimiento altermundista, en medio de las históricas protestas contra la cumbre de la OMC en Seattle, o la realización del Foro Social Porto Alegre.
Casi treinta años después, el fascismo ha vuelto a gobernar en países donde parecía impensable, con el regreso de Donald Trump como el ejemplo más grotesco. Palestina sangra ante la indiferencia internacional; Ucrania vive en una guerra interminable que se ha vuelto parte del paisaje, y América Latina sufre con la crisis de sus liderazgos progresistas, atrapados entre la corrupción, el desencanto y la imposibilidad de representar esperanza alguna.
En medio de todo lo anterior, el capitalismo digital y extractivista se multiplica como hidra de mil cabezas. Frente a un escenario así, los zapatistas proponen reunir fragmentos dispersos del mundo para ver si, al ponerlos juntos, aparece un nosotros. No se trata de un festival ni de un congreso académico, sino de un espacio en el que luchas disímiles —que van de la de las mujeres indígenas que defienden la tierra a las de activistas urbanos que denuncian el racismo estructural— confluyen para reconocerse.
Ante un escenario de reacción global, el zapatismo sigue siendo punto de luz obstinada. No porque aspire a ocupar el poder del Estado —renuncia que, para los viejos manuales de la izquierda, era una herejía—, sino porque ha construido contrahegemonía desde abajo, en el sentido más gramsciano del término: un tejido de cultura, memoria y organización que produce una visión alternativa del mundo y que se resiste a ser devorada por el capital.
En sus comunicados han insistido que el capitalismo actual no solo explota: destruye la vida misma. La metáfora del “todo y sus partes” apunta a reconocer que cada comunidad y cada lucha es apenas un fragmento de un entramado mayor: la defensa de la existencia frente al colapso civilizatorio.
El Caracol de Morelia, donde se realizará el encuentro es un reflejo de la autonomía que contra viento y marea han construido los zapatistas. Durante dos semanas, sus veredas y rincones, serán habitados por lenguas y acentos de los cinco continentes. Se escucharán historias de mujeres mayas, mapuche, kurdas, negras, campesinas y urbanas; de migrantes que cruzan fronteras y de pueblos que han resistido el extractivismo y la guerra.
Las posdatas previas el encuentro firmadas por el capitán Marcos, hablan de pesadillas patrióticas con himnos y banderas, del avance del control biométrico y de la militarización de la vida cotidiana. Cada palabra es un diagnóstico de lo que Gramsci llamaría una “sociedad civil sitiada”, donde la hegemonía neoliberal ya no necesita consenso porque gobierna a través de la vigilancia, el miedo y la guerra.
Y quizá esa es una de las cosas que el zapatismo sigue recordándole al planeta: que hay que aprender a mirar y a nombrar juntos el mundo. Por eso, la reunión presencial de indígenas, mujeres, campesinos, migrantes, artistas y luchadores sociales de varios continentes, no es solo una acción testimonial. Es un acto de contrahegemonía viva.
En la guerra de posiciones —donde el fascismo social avanza en Estados Unidos, Europa y América Latina, mientras la izquierda institucional se agota en gestos electorales o criminales— los caracoles zapatistas son trincheras culturales, espacios en los que se ensaya una forma de relacionarse distinta: horizontal, cooperativa, internacionalista sin banderas.
Si bien una parte del mundo lo mira con curiosidad exótica o desdén racista, en el terreno de la batalla cultural, el zapatismo sigue siendo una fuerza histórica porque construye sentido común alternativo. Allí donde el poder global ofrece miedo, competencia y desarraigo, los pueblos zapatistas producen comunidad, cuidado de la tierra, arte como arma y pedagogía para la dignidad.
No es un asunto de romanticismo. El propio EZLN ha reconocido que sus límites son inmensos, pero, como diría Gramsci, en los interregnos donde lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer, surgen monstruos y también estas pequeñas semillas de futuro.
