Grandes banquetes, preparaciones elaboradas, cenas de gala, grandes vestimentas, el último grito de la moda, gastos desmedidos, opulencia y frivolidad al máximo. No estoy hablando de hoy en día, sino del México después de la Independencia, un país lleno de sueños, con ganas de prosperar, abriendo los ojos a una nueva época que lo condujera a la altura de los grandes como Italia, Francia, Inglaterra, etcétera. Llenos de esplendor y lujos, clase y distinción, los grandes barcos arribaban a los puertos con toda clase de ropas, ingredientes, artefactos, aunque algunos ya conocidos, pero otros totalmente ajenos a las costumbres de los ciudadanos.
Corre el año de 1830, diversos personajes arribaban a México con la idea de cocinar para las clases altas o para abrir negocios, uno de ellos, Le Fort, galo que vería en los pasteles su gran oportunidad de prosperar, los cuales se verían interrumpidos ante un incidente que lo llevaría a denunciar una pérdida, exagerada, de seiscientos mil pesos, ante su país natal, Francia. Dicho suceso detonaría una invasión a este país, y que llevó por nombre La guerra de los pasteles, pero esa es otra historia.
Entre la ideología de las sociedades mexicanas estaba la de desaparecer las tradiciones mestizas y costumbres adoptadas durante el virreinato, para así dar una imagen al mundo de “nación civilizada”. La búsqueda por un ejemplo a seguir, el cual fuese considerado de “clase”, llevó a los burgueses de la época a adoptar las costumbres europeas como ícono, realizando viajes para después repetir lo visto, ingerido y vivido en el viejo continente; de ahí los banquetes, cenas, vestimentas y arquitectura, al menos de la Ciudad de México. El país clave sería ni más ni menos Francia, su despunte en la gastronomía y la moda lo proyectaron como lo mejor de Europa, convirtiéndose así en el ídolo tan esperado por la sociedad mexicana.
Fue de gran importancia para nuestro país que adoptamos de manera rápida y eficaz sus nombres y técnicas, hoy en día es normal acudir a un “restaurante” y pedir un “omelette” de “champiñones”, por dar un ejemplo; y no es para menos, Francia revolucionó su cocina con la invención de distintas salsas madre como la bechamel, vinagreta, velouté, bearnesa, démiglacée, entre otras, que cambiando o agregando ingredientes forman un sinfín de salsas que han complementado la gastronomía de otros países. Por otra parte, tuvieron la delicadeza de nombrar algunos de sus platillos a los personajes que lo degustaron por primera vez o simplemente en su honor. Tales son los casos de la salsa bearnesa, que toma su nombre del lugar de nacimiento de Enrique IV, primer Borbón que fue rey de Francia, o la sopa de huevos con puré de espárragos y filete cocido que se llama María Antonieta, entre otros.
Pero no fuimos los únicos beneficiados, México complementó la gastronomía francesa con ingredientes como el cacao, la vainilla, el jitomate y el aguacate, para, así, hacer un círculo de intereses retroalimentando ambas cocinas, mejorándolas y dejando huellas para lo que hoy conocemos como futuro.