Tatiana entra a la tienda de conveniencia jalando un carrito de tres llantas, pide permiso al tendero de “estacionarlo” cerca de la caja de cobranza y procede a sacar un puñado de bolsas reutilizables. Durante su recorrido lee una lista de compras y verifica, por simple curiosidad, el origen de cada uno de los alimentos. En redes sociales escuchó que el consumo local es importante, también el apoyo a los pequeños productores y prescindir de los alimentos transgénicos. Sin embargo, una duda asalta su concentración. ¿Cómo llegaron tantos insumos de lugares tan lejanos?
En la actualidad comernos al mundo, gastronómicamente hablando, representa el buscar ingredientes, técnicas, utensilios o espacios dedicados a la relaboración de platillos extranjeros lo más cercanos a sus formas tradicionales, así como trasladarse de un lugar a otro para vivir experiencias culinarias ajenas a nuestra cotidianeidad. No obstante, esta facilidad para reconocer la existencia de otras cocinas es relativamente joven. Es de imaginarse el rostro de asombro por parte de los marineros que llegaron con Cristóbal Colón al ver, por vez primera, una piña, áspera por fuera y jugosa por dentro, para después buscar replicar su cultivo en sus regiones de origen.
De esta manera el historiador británico, Felipe Fernández-Armesto, en su obra Historia de la comida, retrata al impacto alimentario, social, ecológico, político y económico que se suscitó una vez que el comercio entre América y el resto del mundo concentró parte de sus embarques al traslado de plantas y animales. Para el historiador, este fenómeno significó una verdadera globalización de los ecosistemas, aunque no precisamente con fines de disfrute o gozo, sino con la intención de aprovechar los beneficios vistos en sus regiones de origen. Por ejemplo, algunos alimentos eran utilizados para arduos trabajos en el campo, otros por su fácil acceso o abundante cosecha, donde su principal consumidor fue la economía esclavista, que provino de África y se concentró en el Caribe.
Así es como, relata, la motivación en el traslado de semillas, plantas y animales fue principalmente con el objetivo de optimizar el trabajo humano. Ante este principio se puede suponer porque alimentos como el maíz, jitomate o papa tuvieron mejor aceptación en zonas agrícolas o de estratos pobres, antes que en las mesas aristocráticas. Así como su dispersión por Medio Oriente hasta llegar a Asia, tal es el caso del chile y el pavo, este último con un cambio tan radical que se le conoció como ave turca, de ahí su nombre popular turkey, con una definición ambigua entre el país, Turquía, y el pavo o guajolote. Aún hoy en día se habla del riesgo en la introducción de especímenes ajenos a distintos ecosistemas, lo que nos indica que, si bien el hombre y la naturaleza lograron dar un equilibrio con el paso de los años, esto no significa que no haya impactos importantes.