Tengo una bocina inteligente en la recámara. La compré hace tiempo porque me pareció interesante tener un dispositivo que, bajo un comando de voz, te diera el clima, noticias y música. Ocurrió que después de un tiempo no la uso para ninguna de esas cosas, sino para dormir. Por la noche le pido sonidos relajantes y con eso engaño a mi sistema nervioso, haciéndole creer que me encuentro en un sitio y circunstancia distintos a los del ruidoso suburbio donde vivo. Hay noches en que prefiero la noche de lluvia y tormenta. Otros días me inclino por los grillos y sonidos nocturnos del campo, y luego cambio a la cascada y el suave arroyo con sapos y ranas.
El punto es que funciona.
Construimos nuestra cotidianidad alrededor de estímulos que representan émulos y simulaciones de un mundo natural al cual tenemos o un acceso limitado o prácticamente nulo. El ambiente más natural que tenemos en la ciudad son los lotes baldíos y los parques llenos de basura y excrementos de perros.
El ecosistema virtual que hemos preconfigurado resulta en una automatización casi distópica. Esta realidad, que avanza de manera progresiva y con innovaciones constantes nos envuelve en un ambiente virtual verdaderamente bizarro. ¿Será este y el asunto de la IA el próximo paso evolutivo de la especie humana? Puede ser. Porque ya tenemos, además, implantes eléctricos y prótesis que nos llevan a vivir efectivamente estas visiones de ciencia ficción de otras épocas.
Estamos creando un proceso de cotidianidad alternativo y lo estamos logrando.
Recuerdo un notable cuento de Ray Bradbury, “There will come soft rains”, donde la protagonista es una casa totalmente automatizada y que sobrevive a un cataclismo nuclear. Entonces la casa, ya sin humanos, intenta seguir con la agenda que le tenían programada, pero al no tener una inteligencia humana, comienza a descojonarse hasta autodestruirse. El texto es de 1950. Otro cuento del mismo autor, “The veldt” (“La sabana”) habla sobre una casa llamada happy life home, donde hay una habitación, nursery. Al igual que en el otro cuento ya descrito, esta casa se encuentra totalmente automatizada, pero en esta habitación en particular se generan escenas creadas por la imaginación de quien la habita, creando una realidad virtual bidireccional, pues en un momento dado se entrecruzan ambas realidades que concluyen en una tragedia macabra. Este cuento también es de 1950. Bradbury imaginó la realidad que ya vivimos hace 75 años. Espero que lo del cataclismo nuclear no ocurra.
La bocina me encanta, pero he decidido no escuchar noticias. Primero porque me he acostumbrado a vivir en un mundo medio aislado y encerrado en mí mismo, el cual encuentro mucho más estimulante que las noticias que me presenta el artefacto. También prefiero esta especie de autismo social, porque me permite indagar en mis asuntos y ser más introspectivo, y porque la “realidad” no es un concepto absoluto ni discriminatorio que excluya otros aspectos de nuestra percepción de las cosas. Con ello quiero decir que nuestra idea de la realidad no depende ni de las noticias, ni de los descubrimientos científicos solamente, sino de un complejo sistema de percepción que implica muchas otras cosas, especialmente de la imaginación y la visión, como pudimos advertir con el señor Bradbury.
Mientras en mi recámara, con una agradable temperatura ambiental de 24 grados Celsius, con pastillas para dormir, ruidos nocturnos de ecosistemas naturales y una iluminación controlada y cambiante con suaves tonos mortecinos para crear un ambiente de ensoñación. Y así entrar en una fase de apacible y profundo sueño, evito vivir la asfixiante atmósfera externa de 37 centígrados, perros ladrando, repartidores accionando sus pilludas bocinas, gente discutiendo y pegando de alaridos, un karaoke del infierno en la casa de enfrente, vecinos intoxicados de alcohol viendo un partido de futbol y una escalofriante fiesta de 15 años.
Los grillos, los persistentes y pacificadores grillos. Benditos sean.