Viajo seguido a la Ciudad de México. Casi siempre me hospedo en un edificio de suites. Tiene dos torres, la A y la B. La B no me gusta porque da al periférico y el ruido, especialmente en la noche, es insoportable. Pasan carros y motos a toda velocidad, jugando carreras unos, además de las sirenas, que no paran en toda la noche.
Cada torre tiene ocho pisos y cada piso tiene cuatro suites. Son muy amplias, pero el espacio está muy mal aprovechado; cuando entras, ves una cocineta del lado derecho, con su tarja sencilla, escurridero y mesa de trabajo con sus cajones correspondientes. A lado de la puerta hay un refri mediano. Del lado izquierdo aparece una barra que no cumple ninguna función práctica, excepto la de sostener una lámpara muy grande y horrenda. Yo la uso para crear una barra de bebidas alcohólicas y para colocar una bocina portátil. Enfrente de esa barra hay un comedor redondo de vidrio y cuatro sillas pesadas revestidas de tela gruesa y particularmente incómodas. Luego está otro espacio que funciona como sala de estar y para ver la tele. Tiene dos sillones grandes, igual de pesados y con la misma tela que las sillas del comedor, y son igual de incómodos. En medio de los sillones hay una mesita de vidrio. Frente a los sillones hay un mueble que aloja la televisión, misma que está atornillada a una base giratoria. Esto porque ese mueble divide el espacio de la sala y el dormitorio. El caso es que nunca enciendo la tele. No me gusta. Bueno, pues detrás de la tele está la cama king size. A un lado de la cama y pegado a la ventana –que no se abre– hay un escritorio pequeño con una silla (incómoda, claro) y una lámpara. El escritorio tiene tres cajones: uno alargado y no muy alto y, a un lado, dos más profundos. Del otro lado de la cama hay un espacio con un clóset que tiene una barra para colgar cosas, una cajonera amplia, un espejo gigante y una base como para poner la maleta y abrirla. Luego está el baño y ya.
Y digo que aquel espacio está mal distribuido porque todo lo antes descrito bien podría caber en la mitad del espacio total, aprovechando el resto para otras cosas.
Vamos ahora al pasillo.
Si sales del elevador, inmediatamente del lado derecho está la puerta de la primera suite. Justo enfrente, la segunda. Rotando hacia la izquierda, el pasillo muestra, al fondo, las otras dos suites del piso. Del lado derecho hay dos ventanas y del lado izquierdo se ven primero las escaleras, luego un espacio del cual voy a hablar en breve y al fondo, y justo a un lado de la puerta de la última suite hay un cuartito de servicio, de esos que tienen almohadas, toallas, sábanas y cosas por el estilo. El espacio que se ubica entre las escaleras y el cuarto de servicio tiene una silla (igual de incómoda que las de las suites) y una maceta con una planta de plástico. Eso es todo. ¿Por qué colocaron esa silla y la maceta allí? No me lo explico. ¿Quién querría sentarse en esa silla incómoda? ¿Para qué? Imagino que es más como un lugar de castigo, un lugar para gente deprimida, abandonada. O quizá sea un espacio para que la gente se siente a filosofar, a intentar comprender la futilidad de la existencia. Pienso que en tal espacio pudieron haber puesto una escultura, una pintura, algún objeto de ornato. Lo de la silla trasciende a mi comprensión. Nunca he visto a nadie sentado ahí.
Estamos rodeados de objetos que aparentan tener una función, que se supone están allí para algo, pero que luego descubrimos que no sirven para nada, por lo menos no para lo que suponemos deben funcionar. Y los espacios también corren con esa misma agenda: los construimos y modelamos sin pensar realmente cómo vamos a interactuar en ellos y con ellos. Como si espacios y objetos tuvieran una vida y conciencia propias y se desarrollaran de manera independiente a nosotros. O sea que vivimos en una ciudad desarticulada, creada de manera impetuosa, irracional, espontánea e improvisada. Un sinsentido, un despropósito.
Quizá sea el reflejo de nuestro estado mental.