Me ultracagan las luces de “fiesta” de las bocinas inalámbricas. Primero porque me recuerdan a los antros y las discos —los detesto—, y segundo, porque de pronto las asocio con las torretas de la Policía. No necesito ningún tipo de estímulo fuera de la música en sí.
Me gusta escuchar la música a todo volumen, no porque esté medio sordo —algo hay de eso—, sino por el efecto que genera. Yo sí puedo conversar con la música a esos volúmenes, hay gente que pierde el control y le truena el cerebro.
Escucho la música de manera activa. Para mí, la música no es un elemento de fondo, como en los elevadores o el supermercado. Que por cierto, esa música es buenísima y hoy se le considera una especialidad, y es, de facto, de culto.
No puedo tomar a la música como un fenómeno de ornato, proceso pasivo cuya función es la de distraer neurológicamente al cerebro para crear una ambientación/efecto neutral. Para el caso, mejor sería no poner nada. A veces el silencio es la mejor ambientación.
Casi siempre escribo en silencio. No escucho música e intento estar en un lugar donde no se oigan perros ladrando, repartidores de comida rápida o de paquetería, ubers pitando histéricamente o gente pegando de alaridos en la calle. Realmente necesito silencio para escribir. Sí cocino escuchando música, pero ese es otro proceso. De eso hablaré en otra ocasión.
Entonces. La música es parte integral de una experiencia, ya sea en un restaurante, un elevador o una casa particular.
De esa manera debemos ser específicos y delinear —dibujar— el tipo de música según el sitio y la circunstancia en que nos encontremos.
Ejemplo; una persona que trota por un parque o sendero de montaña con sus audífonos. Ese tipo, solito y su alma, va con la música que le corresponde de acuerdo a lo que hace y a lo que él establece como la música adecuada para tal actividad, quizá porque siente que lo conecta con el ambiente o porque la música le hace entrar en una especie de estado de contemplación. Sepa la madre.
Pero si esa misma persona acude a un antro nocturno a pasar un buen rato, entonces la selección musical no depende de él, pero la acepta porque entiende que eso es parte del sitio donde se encuentra. Acepta las condiciones de manera tácita e intenta pasarla bien.
Yo no puedo con esa agenda. Por eso no voy ni a antros, ni a bodas ni a fiestas, porque por lo general no me siento a gusto en esos lugares y circunstancias.
Para mí, la música es muy importante y me cuesta mucho trabajo estar en sitios donde ese tema se lo toman a la ligera o de manera formuláica.
Además de que soy antisocial y las reuniones de más de 10 personas —y que encima no conozco— no logro digerirlas.
Regreso al tema de que lo mío es escuchar la música a todo volumen. No me importa quién esté a mi alrededor. Quizá a ellos les molesta. Lo entiendo. Pero no me importa. Pero tampoco soy un patán ingobernable e insensato que no considere a los otros, no. Si no puedo escuchar mi música así, con buenas y estridentes bocinas, entonces me pongo los audífonos y asunto arreglado. Pero que quede claro que lo mío es escuchar mí música a todo volumen. Para escucharla bajito, mejor no oigo nada. Aunque, siendo honesto, no en pocas ocasiones me he portado como un desconsiderado e impertinente, pero de eso no hablaré hoy. Ni nunca.
Y no tiene que ver con el género; va igual un heavy metal que el “Sensemayá” de Silvestre Revueltas.
El tema es el volumen. Para mí no hay punto medio.
La música es un ecosistema en sí mismo, una realidad a veces alternativa, un subestrato de nuestra conciencia, reborde liminal tripartita entre lo onírico, la vigilia y la imaginación.
La música es fiesta, es vida, es reflexión, es una cosa que no se sabe bien qué coño es, pero que funciona en toda situación y que viene desde quién sabe qué tanto tiempo atrás.
Es un proceso envolvente, profundo, irrefrenable e insoslayable. Ni siquiera los sordos están inmunes a su efecto.
Y eso: el silencio es una parte esencial de la música.
Quizá su atributo más valioso.