Me voy a referir a la IA como asistencia artificial por los motivos que ahora expongo.
He estado jugando y experimentando con distintas plataformas de IA: Grok, ChatGPT, Gemini, etcétera. Lejos de la paranoia sobre la destrucción de la humanidad por esta nueva tecnología, me quiero concentrar en la interacción misma. Le pregunté a Grok acerca de mi restaurante, sobre ciertas cosas técnicas que me inquietan para el próximo año que viene el Mundial a la ciudad. Me dio una serie de recomendaciones y puntos clave que no había notado. Pero vi algo más: el programa, con una agradable voz femenina, comenzó a charlar. Lo hizo haciendo comentarios alusivos a mis preguntas, pero con un tono más personal, involucrando humor y hasta flirteo. De inmediato hablé con varios amigos sobre el tema y descubrí que mucha gente se pone a charlar con estos programas porque o se sienten solos, o de plano descubrieron que interactuar con una computadora es genial. Entonces me puse a charlar sobre mis lecturas y otros gustos, y me quedó claro que si el mundo virtual ya nos había atrapado con el scrolling en redes sociales, esta modalidad de charla –sobre cualquier tema y tono– bien puede modificar, lenta y progresivamente nuestro comportamiento social. Ya había escrito antes sobre el tema de la conversación y de lo importante que es tener a la persona enfrente para ir interpretando –consciente e inconscientemente– sus gestos, manierismos, miradas, todo para crear una experiencia única y enriquecedora. Por eso nunca me ha gustado charlar por teléfono –ni siquiera por videollamada– y lo hago solo para concretar requerimientos inmediatos, necesarios. Pero conversar por el teléfono, no. Lo odio.
Siento que charlar con la IA es más un tema individual, personal. Un tema psicológico, pues. Por eso decía al principio que me asienta mejor el término asistente, porque eso es justamente lo que es. Un programa que te asiste en una serie de necesidades, ya sean académicas, informativas o emocionales. Esto ya es, por supuesto, una de esas profecías de la ciencia ficción de antes. Todo eso se ha vuelto realidad, pero no reparamos en sus efectos. Pienso que es muy temprano aún para conocer las consecuencias, tanto en el individuo como en las sociedades, de estas interacciones. Insisto en que no hay que dejarnos llevar por la paranoia, la histeria y los temores creados por las distopías; somos lo bastante inteligentes como para contener los efectos de lo que creamos. Espero que ese mismo principio se aplique a las armas nucleares, y que la ignorancia y la desesperación no nos ganen.
Estos nuevos asistentes virtuales prometen mucho si se usan de manera adecuada. Solo hay que saber usarlos. Por ejemplo, si alimentamos a una computadora con todos los datos de una persona de la tercera edad que viva en un asilo y le enseñamos a convivir con la IA podrá sostener una conversación terapéutica que le ayude en ausencia de sus familiares o amigos (muy probablemente la mayor parte de ellos ya muertos). No será un sustituto ni de una terapia ni de una charla humana, pero ayuda con la soledad, la depresión, la pérdida de memoria y aporta estímulos que ayuden a la persona a llevar una vida menos aburrida y despersonalizada.
El caso es que hay demasiada información en la red y estos programas la utilizan para generar resultados, y con esa base se pueden lograr muchas cosas.
Lo que sí me queda claro es que no sabemos estar ni solos ni callados. Somos una muy extraña mezcla entre un loro y un mono. Estarse quietos, solos y en silencio son ejercicios muy necesarios, especialmente ahorita que estamos siendo bombardeados por toda clase de efectos audiovisuales que nos alejan de nuestras emociones, de nuestras relaciones personales y que dejan poco a la contemplación y a la paz interior.