Con frecuencia me hacen preguntas interesantes. Y en lugares curiosos: hace unos días en el supermercado, un cliente se me acercó y preguntó si yo pensaba que la vida tenía sentido por sí misma o si nosotros se lo otorgábamos. Contesté que ni una ni otra: el sentido, dije, no existe. Es un artilugio creado por nosotros para justificar nuestros fracasos, anhelos y frustraciones. En otra ocasión (esto fue en un expendio de pollos) una señora me preguntó si escogí la vida que llevo. –No, no la escogí: me arrojé ciegamente a ella sin saber exactamente (ni aproximadamente) a dónde iba, a dónde mis acciones me llevarían ni qué consecuencias tendrían–, respondí.
No creo tener una idea clara ni mucho menos precisa de cómo debo llevar mi vida. Sí, reconozco una serie de aproximaciones basadas en la cultura en la que vivo, en mi sentido común y a ciertas ideas que acepto porque, por un lado, me son convenientes y porque me parecen interesantes. En ese contexto no soy muy racional en mis decisiones cotidianas: me dejo llevar, de manera más o menos ordenada, por mis pasiones, impulsos e intuiciones y después las analizo, pero razono que si me pusiera a pensar de más en esas cosas antes de hacerlas, caería en un esquema de ansiedad y procrastinación. Prefiero arrojarme al torrente de las circunstancias y averiguar qué ocurre después.
Tengo ciertas preferencias, inclinaciones y capacidades que me son naturales –inmanentes– y que no son producto de la cultura, ni de la sociedad, ni de los tiempos que vivo. Todo eso funciona más bien como catalizador de lo que ya existe dentro de mí.
Eso creo lo descubrí hace ya muchos años y entonces entendí que debía seguir un camino (si así se le puede llamar) más visceral, ciego –pero no a tientas– y sin esperar mucho (o más bien nada). Pues tal actitud te prepara para eludir la frustración y para recibir sorpresas (que no siempre serán buenas), pero insisto en que no debemos preocuparnos mucho por lo que viene. Dicho lo anterior, estoy convencido de que si sigo las pulsiones de mi propia naturaleza y carácter podré concluir mi tiempo de vida de manera satisfactoria. Por supuesto que para alcanzar una realización de este tipo, hay que pasar por un proceso de introspección, de objetividad y honestidad que no llega fácil, pues es más cómodo y conveniente hacernos pendejos, y no ver aquello que nos inquieta o incomoda de nosotros mismos. Hay que dejar que el cuerpo y la mente hablen, se expresen de acuerdo a su constitución, no debemos forzar las cosas con ideas tontas de juventud exacerbada, con preconcepciones inviables y delirios psicológicos o filosóficos. Después de todo, la vida no es tan difícil: la complicamos gratuitamente.
Mire, no estoy aquí para pelearme con la vida. Es un fenómeno que me engloba y supera y presenta más misterios que certezas. La cosa es llevarla bien y sin conflictos innecesarios.
Y en cuanto a la pregunta inicial de a dónde quiero ir, a dónde voy o a dónde se supone que me tengo que dirigir y de qué manera, pues no lo sé, y permítame ser franco: no me importa.
En este recorrido he aprendido mucho y he reflexionado en ello, pero no puedo afirmar que tenga convicciones o ideales específicos –no soy un fanático–, solo aproximaciones que han cambiado a lo largo de los años (y que siguen evolucionando). He acumulado suficiente ímpetu como para dejarme llevar por tal fuerza. Es una especie de ola vigorosa –que no la he creado yo–, pero que me he adaptado a ella y la he confeccionado lenta y pacientemente a medida de mis capacidades y de mi naturaleza. No me importa ni preocupa a dónde me lleve. El recorrido es fantástico y está lleno de sorpresas y revelaciones. Y cada día es mejor que el anterior. ¿Cuándo llegará su fin? ¿Cuándo reventará la ola sobre la playa y que todo se disgregue en un estruendo de agua, espuma y arena para regresar a las eternas y profundas aguas? Quién sabe. Solo hay que vivir lo mejor que se pueda.
La vida es breve, tan breve. E intensa.