Hace poco me encontré a un viejo amigo –literalmente viejo– que se cree joven. Piensa que la actitud lo es todo y que si él piensa que sigue siendo joven, mágicamente evitará los embates cáusticos de la degradación física y mental. Pero en el fondo, bien sabe que esos placebos no funcionan y que se está desbaratando de manera progresiva e irreversible. Otro conocido está convencido de que es feliz: bebe, ríe y da consejos de cómo vivir de acuerdo a su muy particular manera de sentir, de ver, de percibir el pasado, presente y futuro. Un bohemio, pues. Pero no advierte que es un desdichado y que nunca va a salir de esa farsa ridícula y que, más temprano que tarde, la realidad lo va a reburujar como una impetuosa e imparable ola de mar que le va a llenar la boca y los ojos de agua con arena y sal, y no va a ser capaz de lidiar con eso. Otro caso que recuerdo es el de un tipo que tenía demasiada confianza en sí mismo y se hizo de la idea de que era una especie de filósofo improvisado, mezclado con un motivador de masas. Comenzó a dar cursos en la cochera de su casa –la cual acondicionó de manera galáctico-mística para tal efecto– y se sentía un triunfador. Qué carajo quiere decir eso, no lo sé, pero además de su “filosofía”, sostenía que había que estar siempre sonriendo: dice que sonreír y asumir una actitud positiva cambia las cosas y que si uno se concentra lo suficiente, todo a tu alrededor se transforma en un escenario donde tus deseos se hacen realidad. Justifica y fundamenta esta idea con conceptos de física cuántica (de la cual no entiende absolutamente nada) y de nociones sueltas, aleatorias y desordenadas extraídas de religiones orientales, creencias de new age y otras delusiones incomprensibles e inviables. Lo más patético es que nuestro amigo se anda por la calle proyectando esta noción que tiene de sí mismo y del universo, y no se da cuenta que ante los ojos de todos no es más que un muñeco de escaparate acartonado e irrisorio.
Todas estas personas son como actores confundidos que estudian un personaje, se disfrazan de acuerdo a ello, escriben un diálogo que se adapte a un guión y lo ejecutan.
El problema es que no advierten que no están en una obra de teatro, que no necesitan actuar y que lo que están viviendo es real y sus vidas son las que se desarrollan de esa manera tan extraña. No me queda claro si lo hacen de manera inconsciente para escapar de sus realidades o porque de plano están mentalmente descojonados y les divierte asumir personajes y pretender vivir en su extraña y estrambótica fantasía. Para algunos supongo que tal método puede funcionar, pero me temo que para la gran mayoría ese acercamiento no funciona, punto. Y no solo eso, estos enajenados individuos van progresivamente fracasando, desilusionándose, frustrándose y, eventualmente, enloqueciendo.
Pienso que, en parte, en eso radica la magia de actuar: en asumir papeles específicos y pretender, de manera breve o temporal, que tales caracteres y circunstancias son reales y que hay que experimentarlos de manera emocional e intelectual, pero después uno despierta de tal ensoñación, acepta la farsa asumida conscientemente y siempre bajo la premisa de que se trata solo de eso y de que debemos regresar a una realidad que, casi siempre, nos exige que le pongamos un poco más de atención que a nuestros desvaríos histriónicos.
El problema es que muchas personas no aceptan sus realidades y no saben resolver sus conflictos, y prefieren seguir en tales simulaciones estériles y no desean revisar objetivamente sus vidas para intentar, ¡por lo menos intentar!, llevar una existencia, no digo ni digna ni productiva, sino una que no ralle en lo ridículo y lo lastimoso.
No sé quién inventó el teatro, pero cometió un error gravísimo: ahora todos, en la vida real y fuera del escenario, asumen papeles delirantes y nunca salen de ellos.
Y lo peor es que otras personas les creen y les aplauden. Una epidemia de chiflados en una burlería, pues.