Hay quienes piensan que escribir novelas es sentarte a contar lo que te da la gana, pero la realidad es caprichosa y a sus espaldas no hay novela posible. A los 16 años creía yo que hacer una novela te permitía jugar a ser diosito e imponer a tu antojo el destino y la muerte de los personajes. Como si los lectores fueran a seguirte a cuanto tiradero quisieras arrastrarlos. Lo cierto es que el poder fantasioso del novelista no puede ir más allá de la credulidad de quienes han de recorrer sus líneas, so pena de quedarse para siempre sin ellos.
Hay también quienes creen que su poder político carece de límites, de ahí que se empecinen en que la realidad se adapte a sus deseos personales. O a sus necesidades inmediatas. O a sus rancias creencias. Es como si asumieran que la gente es estúpida, o dieran por sentada su buena voluntad en cualquier situación. Lo que les interesa es su imagen, sus certezas, su ambición, su supuesto legado, todo menos la cruda realidad, a la cual desestiman como un estorbo fácil de esquivar. Parecen algo menos preocupados por hacer bien las cosas que a su antojo, ya sea porque buscan reflectores o porque son cautivos de una terquedad —narcisista, religiosa, ideológica o meramente obtusa— que anteponen a toda consideración práctica. Desde mi condición de novelista, conozco el precio de esos desatinos.
Ciertamente me sería muy cómodo si la historia que cuento se plegara completamente a mis deseos, pero lo único claro es que soy yo quien tiene que adaptarse a sus necesidades. De otro modo, la historia se me muere entre las manos y yo quedo como un perfecto gaznápiro. A la trama le tiene sin cuidado lo que yo quiera que pase con ella, o cual sea mi noción personal de novela, o qué dirán los críticos de mí o qué esperan de ella parientes y amistades. Soy apenas su atento y humilde servidor, y como tal lo sacrifico todo —para empezar, el ego— con tal de hacerla creíble, funcional y ojalá interesante. Siempre que un escritor se empeña en que su nombre resalte por encima de su obra, no hace sino echar tierra encima de ambas cosas.
No puede un buen político ser un mal mentiroso. Las mentiras de baja calidad delatan menosprecio por su público. “Si me van a engañar”, respinga uno, “que por lo menos lo hagan con esmero”. Pero esto es imposible —verdad de Perogrullo— cuando se da la espalda a la realidad, pues incluso las mejores patrañas precisan de un sustento comprobable, para no provocar las risas iracundas de quienes son tomados por ingenuos. ¿Qué dirían mis lectores, por ejemplo, si les contara de una gavilla de asesinos, lenones, traficantes y descuartizadores que se volvieron personas de bien gracias a los abrazos de la policía? ¿Verdad que hasta los niños (y sobre todo ellos) me harían burla?
Cuando leo una historia que sucede en la cárcel, doy por sentado que quien la escribió ha pasado ya un par de veces por ahí, aunque sea de visita. Vamos, el menor rastro de fantasía me hace fruncir el ceño como lo hacía mi madre cuando íbamos al cine y aparecía una escena inverosímil. “¡Qué gringada!”, espetaba desde su butaca y en ese justo instante se esfumaba de paso mi ilusión chamaquil. Debe de ser por eso que a menudo escribo acosado por la sensación de que la trama se hunde y hace falta un milagro para rescatarla. ¿Sería mucho pedir que quienes se dedican a la política experimentaran una zozobra similar frente a la realidad, en lugar de buscar cobijo y apapacho en certezas morales y soberbias conexas?
De sobra conocemos los resultados de mezclar la política con la fantasía. Hoy se inventan un mundo inconcebible, mañana nos obligan a darlo por bueno. Lo peor es que, en sus mentes afiebradas, asumen que en verdad nos tragamos el cuento.