Mi padre tiene 102 años. Vino al mundo en 1923, un par de meses antes del Putsch de Hitler y otro tanto después de la muerte de Pancho Villa. Poco queda del mundo que solía conocer, y del que hablaba con la vehemencia propia de quien comparte el alma de su tiempo. Hace ya varios años que las conversaciones imperantes —salpicadas de términos para él perfectamente incomprensibles— le recuerdan que para efectos prácticos es un extraterrestre. No solamente vive en un planeta ajeno, sino asimismo en un tiempo perdido.
Han pasado diez años desde que se le fueron los últimos amigos; difícilmente se topa con alguien a quien le lleve menos de dos décadas. Es el solo testigo de un México ya extinto que se ha ido diluyendo en su memoria, como si le creciera una niebla interior que lo va despojando de palabras, anécdotas, números y detalles, al tiempo que se esfuerza por unir de algún modo tantos cabos sueltos y termina inventando lo que falta. Es como si te hablara desde un astro lejano, borroso y titilante, donde pelea a muerte en contra del olvido.
Que esto le ocurra a un hombre que día con día camina, sube y baja escaleras, y en general se vale por sí mismo, supone paradojas como la de incidir en la realidad al propio tiempo que le da la espalda. “¿Vienes de parte de mi hijo?”, me preguntó ayer mismo —varias veces, para mi desazón— y así me vi explicándole con muecas y señales angustiadas que era yo aquella cría tan mentada y me sentía feliz de estar allí.
En sus últimos años, mi madre batalló con la memoria casi tanto como ahora lo hace su marido. Preguntábame entonces, presa de algún tormento autoinfligido, cuánto ya va quedando de nuestro ser querido una vez que comienzan a ausentarse los recuerdos, la sensatez o la conciencia. Ya no será posible pedirle consejo, ni compartir ideas, sentimientos, vivencias. La vida le condena al ensimismamiento de quien ha de vivir en confusión perpetua. Es decir, en una honda soledad de la cual no hay rescate concebible, mas ello no es obstáculo para que el viejo hermoso te sonría con el candor de un niño deslumbrado. ¿Quién dijo que no duele la ternura?
Mi padre vive hoy solo del mundo. Puede expresarse sin dificultad, aunque no retener lo que recién ha dicho, de modo que se empeña en redundar para sentirse apenas comprendido. Pareciera que existe una frontera drástica entre el mundo exterior y los meandros al fondo de su cabeza, si bien después, al paso de un instante, recupera recuerdos antiquísimos y echa mano de su proverbial simpatía para que veas que aún sabe sorprenderte.
Hablar con mi papá, a estas alturas del siglo XXI, es experimentar una rara alegría, mojada de tristeza, incertidumbre, ligereza, congoja y gratitud, entre otras emociones agolpadas. “¡Ya estoy re viejo!”, dice, festivamente, cual si se envaneciera de alguna fechoría subrepticia y hallara divertido recordarse que ya enterró al total de sus antiguos conocidos. ¿Y qué voy a decirle, si es el hombre más viejo que conozco… y no obstante es la envidia de varios ochentones achacosos?
Me gustaría pensar que va a reírse recorriendo estas líneas, pero hace ya un par de años que la lectura —hasta entonces su vicio más querido— no está al alcance de sus capacidades. Entiende, no retiene; luego entonces apenas procesa información de cuanto lo rodea y es rehén de su propio soliloquio. “Pero es aún mi padre y aquí está”, me digo cada vez que el pesar se me atora en la garganta, al modo de una súbita cojera, y en el primer descuido me gana la risa porque quién no quisiera tener un padre de 102 años, que todavía suelta carcajadas sarcásticas por motivos que a otros los harían llorar. Puede que no sea el suyo un milagro perfecto, pero sigo pensando que la tenaz presencia de mi viejo es decididamente sobrenatural.