Nunca olvida uno el primer concierto de rock al que asistió. Una experiencia fuera de este mundo, para quienes teníamos apenas quince, dieciséis años y de pronto abrazábamos aquella intensidad como quien da un gran paso hacia la independencia de la edad adulta, sin por ello asumir el menor compromiso con la madurez. La pura idea de estar donde tus padres nunca pondrían un pie, haciendo estrictamente lo que se te antojaba y hasta bailando a solas importándote un pito el qué dirán equivalía a un grito de libertad, especialmente cuando tus mayores gruñían ferozmente su desacuerdo.
No sé si alguna vez supe expresar la clase de plenitud que uno experimentaba a lo largo de las casi cuatro horas que duraba un concierto de Bruce Springsteen, pero es verdad que vivía listo para gastarme hasta el último quinto de mis magros ahorros, y endrogarme con otro tanto más, a cambio de un boleto para estar ahí. Lo cual no es decir mucho, ya que incluso las entradas más caras solían estar al alcance de un hijo de familia sin trabajo. Luego, en los meses o años que seguían, lucías la camiseta que habías comprado afuera del concierto y respondías orondo, diríase que casi generoso, a la curiosidad de los amigos que temblaban de envidia de la buena.
Antes que presumir, celebraba uno la feliz coincidencia de pasiones. De ahí que la mejor conversación ocurriera entre quienes habían estado en el mismo concierto, o en la misma gira, o siquiera delante de la misma banda. No hacía falta ya entonces describir los recuerdos del evento, si lo mejor de todo era saber que compartías memorias indescriptibles, y que incluso la crónica más fiel se quedaría corta frente a lo ya gozado. Faltaban las palabras para referirse a esa hinchazón feliz de tórax y cabeza con la que uno salía del concierto, como el niño que se ha cumplido un sueño.
Nada más importaba, mientras estabas ahí. Era todo un ritual de libertad, algo similar a un salvoconducto que te libraba de ese mundo cuadrado al cual te resistías a pertenecer, de ahí que camisetas y carteles funcionaran a modo de insignia identitaria. Eras lo que escuchabas, bailabas y gritabas, tanto así que las jetas de los viejos eran ya de por sí un reconocimiento que de alguna manera agradecías y celebrabas como mérito propio.
Cierto, nos conformábamos con poco. Estábamos muy lejos de contar con algo parecido a la oferta frenética del siglo XXI, pero en esa escasez hallábamos la magia de lo raro, lo único, lo insólito, lo que era sólo tuyo por irrepetible. Y hoy que abundan conciertos y espectáculos para todos los gustos —si bien para muy pocos presupuestos— me pregunto cómo hace cualquier adolescente para pagar su entrada a uno de esos conciertos multitudinarios cuyas entradas suelen cotizarse como lujos exóticos, y donde la aventura de los entusiastas consiste menos en cantar y bailar que en capturar los mejores momentos en la memoria de su teléfono inteligente, al precio de perderse la experiencia. No quisiera pasar por amargado, pero quemarse cinco, diez o veinte mil pesos en compartir la fiesta con una multitud de ensimismados me parece lo opuesto a cualquier forma de liberación.
A muchos les importa menos el espectáculo que la prueba de haber estado ahí. Más que ver o escuchar, les preocupa ser vistos. Presumirse. Jactarse. Si ya pagaron ese dineral, toca mostrarle al mundo de las redes sociales las butacas de ensueño que consiguieron. Sobra decir que los protagonistas ya no son los músicos, ni la música en sí, como el gran privilegio de mirarse y hacerse mirar en sus meros momentos estelares, ahí donde no cualquiera pasa lista. Están chambeando, igual que un camarógrafo, pero a cambio saldrán con un recuerdo pálido de lo que apenas vieron y escucharon, por estar ocupados en grabarlo: claramente confían mucho menos en su propia memoria que en la de un aparato desechable. Nunca, que yo recuerde, salió tan caro un gusto tan barato.