Lasciate ogne speranza, voi ch’entrate.
Qué mejor manera de comenzar una articulación sobre la comedia de Dante que con esta bellísima advertencia del canto II. Y fíjese que hasta ahora me entero que el poema de Dante se llama Comedia y no Divina comedia, y esto porque tal calificativo le fue asignado por Boccaccio, al considerar tal poema como algo propio de la divinidad.
Luego tenemos, muy al estilo mexicano –irremplazable y tan distintivo nuestro– el término “dantesco” cuando, en las revistas y reportajes de nota roja, refiere a, típicamente, un incendio brutal. ¡Dantesco!, gritan los encabezados. Y esto porque la obra del italiano se le asocia, casi de manera exclusiva, con las lumbres del infierno (en México, como ya puntualicé; en otros países, no sé).
Justamente creo que eso ocurre por nuestra pasión por el morbo. En un país donde el Día de Muertos es parte fundamental de la cultura e historia (y del Halloween, en el norte) no me sorprende nuestra afinidad por el viaje del poeta por los diferentes niveles del inframundo demoniaco. Esa primera parte, el “Infierno”, es un eco del Hades, una aventura propiamente épica, un bosquejo muy completo, introspectivo –y prácticamente psicológico– con tintes morales (y también políticos) que trasciende a toda época y se planta ante nosotros como una obra que puede ser fácilmente actualizada. Y eso es lo que hace que este poema sea universal. Porque el término universal no alude al universo, sino a la atemporalidad del texto dentro de su impacto en el cuerpo literario de nuestra historia.
El punto es que a mí me llama mucho más la atención el tema del infierno que los otros dos inframundos, el purgatorio y el cielo. Esos últimos me parecen aburridísimos. El “Infierno” es otra cosa. Lo digo porque, como mexicano, me fascina la manera cómo el poeta avanza de manera vertiginosa hacia las profundidades del sufrimiento, producto de un castigo. Porque nos gusta que los pecadores sean castigados, especialmente cuando éstos logran escapar de la justicia mundana, pero finalmente sucumben ante el plan divino que, inevitablemente, da su merecido a los que profanaron la palabra de Dios y sus leyes. Y a cada uno le toca lo que se merece, y esta categorización de los efectos punitivos es de lo más entretenido.
En la antesala del infierno escuchamos al poeta describir a la gente que la habita: “Suspiros, llantos y alaridos llenaban aquel aire sin estrellas…”. Dice que allí viven los tibios, mediocres, cobardes y pusilánimes, los que no procuran un partido, una postura ni defienden aquello que saben es lo correcto. Y esa gente, desnuda, es picoteada incesante y salvajemente por tábanos y avispas, y el picor genera pústulas en la piel de donde brota sangre, y ésta se mezcla con sus lágrimas y dan al suelo para alimentar a los gusanos. Qué belleza. Claro que este nivel no es tan malo como los que siguen, pero nos da una idea de lo entretenido que será el viaje de Dante. Y fíjese que si yo estuviera allí (es lo más probable) preferiría el piquete de la avispa a la mordedura del tábano, porque la avispa te pica y se va, pero ese chingado tábano es vicioso, rencoroso y persistente: te persigue y no te deja en paz nunca. Ese sí es un animal maldito.
No termino de regocijarme con los terribles escenarios de este infierno. Guillermo del Toro debería llevarlos a la pantalla grande o elaborar una buena serie. Material hay de sobra.
Puro morbo, pues, y pura satisfacción de ver a la gente mala recibiendo su merecido por una eternidad. Nos fascina la venganza. Pero solo los mexicanos lo entendemos de una manera muy particular.
Me gustaría un día pararme sobre una caja de verduras en una plaza pública y gritar, como el demonio Aqueronte: “¡Ay, almas malvadas, ya pueden olvidarse de ver el cielo! ¡A la otra orilla los llevaré a la eterna tiniebla del fuego y hielo perpetuos!”.