DOMINGA.– Registraron los vuelos que tomaba y las llamadas telefónicas que recibía. En mis manos tengo la que es quizás una de las grandes pruebas del pensamiento político de Juan Rulfo. Son documentos de la extinta Dirección Federal de Seguridad (DFS) que prueban que el PRI lo espió haciendo uso de recursos públicos con el único fin de generar miedo. A él y a la comunidad intelectual que apoyaba al movimiento estudiantil de 1968.
Los jóvenes tenían muchas ganas de cambiar al mundo pero los rifles militares les apuntaban al rostro. Con las aulas agitadas y los ojos del país puestos en los estudiantes, el mes de agosto previo a la Masacre de Tlatelolco, estudiantes, académicos e intelectuales se dieron cita en las inmediaciones de Ciudad Universitaria, con el objetivo de emitir un mensaje: “El movimiento estudiantil debe triunfar”.
Sus demandas ocurrieron durante los primeros días de ese agosto de 1968. Solicitaban al gobierno, según lo narran los documentos de la DFS, autonomía universitaria, la expulsión de militares del campus universitario, el cese a la persecución policíaca en contra de los estudiantes y el fin del autoritarismo.

Así se consolidó el Consejo Nacional de Huelga (CNH), uno de los movimientos civiles antimilitaristas más relevantes del siglo XX. Sus filas, aunque celosas, fueron creciendo poco a poco hasta lograr reclutar (en el sector cultural y como apoyo intelectual) a personajes como Carlos Monsiváis, Vicente Leñero, pero sobre todo, a Javier Barros Sierra, entonces Rector de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), el primer director de una institución en apoyar la causa estudiantil.
Aquí comienza realmente la historia. Una donde escribir podía ser motivo de cárcel, persecución o muerte.
“Sí, [mi padre] se pronunció. Yo tenía cuatro años pero, por lo que sé por mis hermanos, estuvo en total apoyo con la causa. Tuvo un momento bastante rudo de tristeza y depresión cuando fue lo del ‘68. Le dio mucho coraje. Fue un momento de indignación y repudio. Por supuesto que si viera ahorita lo que está pasando en Gaza, diría ‘mejor me regreso a donde estoy’”, dice Juan Carlos Rulfo, cineasta, hijo del autor de Pedro Páramo –Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno–, uno de los autores más complejos y queridos de México. Y tiene razón.
Juan Rulfo y otros intelectuales firmaron un pliego petitorio en 1968
Un grupo de exmilitares o policías adscritos a la policía secreta del PRI, la DFS, logra infiltrarse en estas filas y discusiones universitarias que ya congregaban a gran parte de los intelectuales, artistas y activistas de la época. Lo que se sabe, hasta el momento, sobre las intenciones hacia este grupo, era tener el control, la recopilación ilegal de información y una necesidad imperante de construir miedo.
“Hay que entender que, para 1968, Juan Rulfo [a sus 51 años] ya publicó sus dos libros y ha inaugurado, junto con José Revueltas, la literatura de la desolación, que siguió a una ola de novela revolucionaria. Rulfo participó activamente en la primera asamblea, la del 15 de agosto y se mantuvo en contacto con sus resoluciones”, dice Fabrizio Mejía Madrid, escritor y analista político.

“Cuando hablé con Monsiváis y Leñero sobre esto, los dos me contaron que eran asambleas iguales a las de los estudiantes: kilométricas, caóticas y muy democráticas, por lo que las resoluciones que de ahí salieron [fueron]: el acto en la explanada y ocupar –no sabotear, como entendió la DFS de Gutiérrez Barrios– con el discurso de los estudiantes lo que se pudiera de la Olimpiada Cultural [un programa que se desarrolló durante ese año en las vísperas de los Juegos Olímpicos en octubre)”.
De tal modo que, un poco antes de la masacre, el 15 de agosto de 1968, Juan Rulfo firmó la protesta pública de intelectuales y artistas publicada el día 19, firmada en la misma casa de estudios, citan los espías sobre el autor de El llano en llamas, quien mostraba su apoyo por primera vez –de manera pública– al movimiento estudiantil. Viviendo en Jalisco, cuando le era posible asistía a las asambleas y apoyaba moralmente a las personas involucradas.
Para entonces, los nombres de los estudiantes y de quienes les acompañaban resonaban como balas. Habían pasado varias confrontaciones hasta antes de llegar a ese punto. Como el 22 de julio, cuando granaderos irrumpieron en un conflicto entre estudiantes de la Escuela Vocacional 2 y 5 y la Preparatoria Isaac Ochoterena.

O el 26 de julio, cuando la marcha de conmemoración del asalto al Cuartel Moncada terminó dispersada a golpes. Y el 30 de julio, cuando tanques del Ejército derribaron a cañonazos la puerta de San Ildefonso, sede de la Preparatoria 1.
Aquellos actos atroces obligaron a la comunidad universitaria a pedir ayuda al resto del país. De tal modo que el 15 de agosto, los estudiantes del CNH tenían preparado un arsenal de plumas en resguardo de la autonomía universitaria. Un desplegado de tres cuartillas, en manos de DOMINGA, donde de la mano de escritores como el propio Rulfo, académicos como Mauricio Russek, repetían: “El movimiento estudiantil debe triunfar”.
Era la juventud de una sociedad moderna que se atrevió, por primera vez, a desafiar al Estado a plena luz.

“Se puede hablar de un cisma en la cultura porque los viejos intelectuales que estaban asentados dentro de la burocracia priista, como Salvador Novo que era el cronista de la capital, Agustín Yáñez que era el secretario de Educación, Martín Luis Guzmán desde la revista Tiempo, Emilio Uranga desde su columna anónima en La Prensa, respaldaron en todo momento a Díaz Ordaz y al PRI. Uranga hasta redactó el pasquín del gobierno contra los estudiantes, llamado El Móndrigo”, recuerda Mejía Madrid.
“El caso de Elena Garro es aparte porque acusa a todos los demás intelectuales de estar detrás del movimiento y la embajada de Estados Unidos, que recibe su denuncia, no la toma en serio”.
El nombre de Juan Rulfo en expedientes de los años sesenta y ochenta
Aquel evento fue antecedido por el primero de agosto, cuando el rector Barros Sierra salió a marchar en silencio con toga y birrete por la Avenida de los Insurgentes. Miles de estudiantes lo acompañaron. En su discurso, que todavía guardan los archivos de la UNAM, dijo con firmeza: “La autonomía universitaria es sagrada”.
Era la primera vez que la universidad se colocaba del lado de los jóvenes. A esto se sumó el escritor Juan Rulfo. Aquel pliego petitorio, “El movimiento estudiantil debe triunfar”, circulaba entre intelectuales y artistas solidarios con las demandas del CNH.
Rulfo, entonces funcionario del Instituto Nacional Indigenista y ya consagrado como autor de Pedro Páramo, estampó su firma sin aspavientos. Pero, en los pasillos de la DFS, ese gesto bastó para abrirle un expediente: “Manifiestos y activistas movimiento estudiantil 68”. A partir de ese momento, ficharon como sospechoso al también llamado “escritor del silencio”, por sus textos que hacen uso de la ausencia como precariedad de sus personajes.
En el archivo desclasificado, hoy resguardado en el Archivo General de la Nación, se revela el registro puntual que la policía política hizo de quienes apoyaban al movimiento. En las hojas mecanografiadas aparece el nombre de Rulfo junto al de otros intelectuales vigilados por solidarizarse con los estudiantes, como Carlos Monsiváis o Elena Poniatowska.
No hay indicios de que Rulfo participara activamente en mítines o asambleas, pero la DFS no necesitaba más: la firma bastaba. Rulfo, que rara vez hablaba en público, eligió en ese momento decir algo. Y el Estado escuchó.

Así fue como los militares comenzaron a recabar datos suyos como los vuelos de avión que tomaba y su participación política por pequeña que fuera. Por ejemplo, la protesta pública que según los militares protagonizó el 15 de agosto, indexada en el expediente 11-4H-298; también aquella reunión que tendría el escritor colombiano Gabriel García Marquéz, el 2 de abril de 1983, donde los militares reportaron que ambos participaron en una firma dónde se solidarizaron con una búsqueda de activistas por los “derechos soberanos”, indexada bajo el numeral 009-041-001.
El 27 de abril de 1983 los militares apuntaron su nombre nuevamente. Ese día, el Ejército escuchaba las conversaciones telefónicas que sostenían Márquez y Rulfo al respecto de un galardón, el premio Nobel. En esa charla interceptada, los espías escribieron: “Gabriel José [García Marquez] afirmó que el criterio de la academia de Estocolmo es impenetrable. Aunque yo le daría el Nobel a Rulfo”.
Hoy, el hijo del escritor jalisciense explica a DOMINGA que sí era de su conocimiento que su padre firmó el documento que lo puso en la mira del Estado. Incluso, recuerda que ese acto en particular, la intromisión de militares en Ciudad Universitaria y la violencia en contra de la comunidad, lo obligó a presentar su apoyo al movimiento estudiantil, aunque recuerda que intentó mantenerse al margen de la política. Los hechos lo obligaron a sumar esfuerzos con otros intelectuales de la época.

En ese mes de agosto cuando los estudiantes se coordinaban para construir un frente intelectual, los mítines parecían relámpagos. Bajaban de un autobús, repartían volantes clandestinos, improvisaban discursos y desaparecían antes de que llegara la policía.
En papeles mimeografiados se leían las demandas: libertad a presos políticos, derogación del artículo 145 del Código Penal, desaparición de los granaderos, indemnizaciones a las víctimas de la represión. Pero el gobierno no sólo no escuchó al pueblo, respondió con más represión.
El 13 de agosto, decenas de miles marcharon por el Zócalo con el pliego en alto. Y el día 27, otra multitudinaria concentración exigió diálogo directo con el presidente Díaz Ordaz . Esa noche, los soldados ocuparon la plancha y desalojaron a los últimos estudiantes con bayonetas caladas. Es decir, el país entero estaba por fijar postura.
Mientras tanto, en los archivos de la DFS se acumulaban nombres. Carlos Monsiváis, Elena Garro, José Revueltas. Cada firma en un manifiesto era anotada como “posible subversión”. Cada discurso era vigilado. Cada aula, intervenida. En los reportes de inteligencia, la cultura y la disidencia se confundían con amenaza. Así, entre tanques en las escuelas y escritores perseguidos, el movimiento estudiantil creció en disciplina y en número. No se trataba de una generación aislada, sino de un país entero que aprendía que exigir democracia podía costar la vida.

Así se encendió la llamada del ‘68
El movimiento estudiantil de 1968 entró en una fase de máxima tensión con el gobierno represor de Díaz Ordaz. Los documentos de la DFS demuestran que la inteligencia estatal estaba consciente de la precariedad legal de sus actos. A pesar de la campaña oficial que descalificaba a los estudiantes como “agitadores” y “enemigos de la nación”, los reportes internos de la DFS y los informes de embajadas extranjeras mostraban un panorama incómodo: la acción del gobierno comprometía a sus propias instituciones.
Luego vino una protesta de alto impacto moral: la Marcha del Silencio del 13 de septiembre de 1968. Esta demostración se convirtió en una de las más disciplinadas y multitudinarias; cientos de miles de personas (algunas estimaciones superan las 250 mil) marcharon desde el Museo de Antropología hasta el Zócalo sin gritos, sin consignas y portando un pañuelo blanco.
El mutismo colectivo fue un desafío directo al autoritarismo. La prensa, incluso aquella menos afín al régimen, reconoció la poderosa fuerza moral de la manifestación. No obstante, en lugar de buscar una solución política tras esa demostración de civismo, el gobierno optó por intentar aniquilar el movimiento.
Cinco días después ocurre otro conflicto, la ocupación militar de la UNAM, el 18 de septiembre, cuando tropas del Ejército (fuerzas de artillería e infantería) invadieron Ciudad Universitaria, lo que derivó en la detención de más de mil 500 estudiantes. Considerada entonces una flagrante violación a la autonomía y un acto vergonzoso en los círculos de inteligencia, confirmando que la “mano dura” estaba sacrificando la legitimidad política.
Los soldados rodearon y tomaron facultades y auditorios, deteniendo a cerca de 500 estudiantes en el recinto. Cinco días después, el 23 de septiembre, la represión se enfocó en el IPN, cuando el Ejército asaltó el Casco de Santo Tomás. En este campus, donde la resistencia estudiantil fue feroz, se escucharon ráfagas de armas largas, resultando en heridos y un número indeterminado de detenciones.
Los informes de inteligencia continuaban su lenguaje: “operación de control de instalaciones” y “restablecimiento del orden”, pero la realidad era que habían universidades sitiadas, maestros detenidos y jóvenes golpeados en instalaciones militares donde la tortura era un método rutinario.

Sin embargo, el desenlace de esta escalada no fue el olvido. Llegó el 2 de octubre a la Plaza de las Tres Culturas, donde el silencio de la protesta fue brutalmente silenciado no por el diálogo, sino por las ráfagas de ametralladoras.
En aquellos días de 1968, su firma, la de Juan Rulfo, en un pliego petitorio confrontando al Estado fue más que un gesto político; fue la prolongación natural de su literatura, una manera de decir –sin alzar la voz– que el país que había retratado en El llano en llamas o en El gallo de oro no era ficción sino una revelación. Y aunque el Estado lo vigiló por escribir y pensar, Rulfo ya lo había advertido: los muertos, tarde o temprano, regresan a contar lo que vieron.
GSC