Cultura

Ceremonia | Tedi López Mills

En “The Dry Salvages”, el tercero de los Cuatro cuartetos, T. S. Eliot escribe que no sabe mucho de dioses, pero cree que el río es un dios pardo y fuerte, “hosco, indómito, intratable”, al principio reconocible quizá como una frontera, un transportador útil (si bien desconfiable) del comercio, luego un problema para los constructores de puentes que ya resuelto se olvida, deja de tomarse en cuenta, añado yo, pues se da por sentado que el agua seguirá fluyendo, aunque nadie la vea. El río de Eliot es el Misisipi; el título se refiere a un conjunto de rocas en la costa noreste de Masachusetts; salvages debe rimar con assuages, según se indica en un breve párrafo que antecede al poema (salvajes sería la rima equivalente en español, con un sentido además exacto: así llamaron a las rocas los navegantes, explica José Emilio Pacheco en una de las notas a su traducción de los Cuartetos: “evocaban el peligro que para ellos significaban los pieles rojas”). Son piedras secas, nunca humedecidas por la marea. Eliot señala que el río lo traemos adentro; es la corriente de la sangre, supongo, que circula por el cuerpo y escucho en mis orejas cuando me levanto velozmente para matar a la mosca detenida en un rincón de la pared; estiro el brazo y siento el pulso en la cabeza como una serie de golpes pequeños en un tambor. O es una verdad poética: el flujo de la conciencia como una vía fluvial que a veces observo desde una ribera y otras me arrastra sin que yo logre agarrarme a algún palo en medio del cauce para no hundirme en una curva pronunciada o caerme por una catarata y lastimarme contra los filos debajo de la espuma. Las lecturas literales quiebran la lógica de las analogías. En mi periódico los ríos son hondonadas llenas de grava que sólo pueden compararse entre sí o con lo que fueron unos días antes. Eliot dice que el mar está afuera; no sólo nos rodea, sino que es el borde de la tierra, lo cual es cierto más allá del poema, pero no todo el tiempo si uno vive lejos de la costa y no ve la franja del mar en el horizonte a diario, incluso con la niebla que la cubre, ni oye los ruidos que Eliot califica como numerosos: “muchas voces, muchos dioses y muchas voces” que a menudo se escuchan juntas, gritos de gaviotas, boyas silbantes, olas que se rompen con diversos estruendos, aparejos que se tuercen, un redoble de campanas. Alguien calcula el futuro. Alguien más recoge la basura entre las algas después de la tormenta y las inundaciones. Hay trozos de madera roídos por el salitre, un cangrejo muerto detrás de una concha. Mi río es el Sena o lo fue el pasado miércoles 19 de junio a las once de la mañana cuando bajé las escaleras que conducen al agua, corté la bolsa de plástico, vacié las cenizas —no son arena fina— y se extendieron como una nube hasta mezclarse con el oleaje y dije adiós en voz muy baja, enjuagué la bolsa, imaginé el estuario donde el río desemboca en una bahía y el alivio duró apenas unos segundos porque el remedio no existe.

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Tedi López Mills
  • Tedi López Mills
  • Ha publicado numerosos libros de poesía, además de cuatro volúmenes de prosa.
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