En la serie de reportajes sobre mí misma debo incluir las llamadas frecuentes de un amigo millonario que me considera un fracaso. Sin embargo, antes de entrar en materia me gustaría recalcar el matiz satírico de los reportajes pues quisiera disuadir de lecturas literales que provoquen lástima: “pobrecita, se esfuerza tanto y en balde”, opinión que coincidiría con la de mi amigo millonario cuyas preocupaciones —más bien, obsesiones— se concentran en mi lentitud existencial, mi falta de iniciativa y, claro, en lo que él denomina con respeto exagerado “tu profesión”. Según él, yo tendría que establecer un calendario de metas, una agenda de contactos y convertirme en empresaria de mi propia escritura; no seguir esperando —“en tu departamentito, con un gato”— a que lleguen los editores y lectores, sino atraerlos “como miel a las abejas… irresistible, que les duela imaginarse una vida sin ti”.
Ahí dejo de prestarle atención. Mi amigo millonario no lee y seguramente estaría de acuerdo con Jackson, personaje del cuento “Tren” de Alice Munro, que no entiende por qué, si ya hay una cantidad enorme de libros, se escriben más: “Leyó dos en la escuela. Historia de dos ciudades y Huckleberry Finn, cada uno con un lenguaje que te abruma, aunque de manera diferente. Y es comprensible. Se escribieron en el pasado. Pero lo que lo desconcierta… es cómo alguien quiere sentarse y hacer otro, en el presente. Ahora”. Y Jackson no carece de razón. Cuando mi amigo millonario me pregunta qué alegaría yo para convencer a algún ingenuo, como dice él, de que vale la pena comprar un escrito mío, no se me ocurre nada y cambio de tema: la política, los viajes (mi amigo millonario planea los suyos a detalle, casi siempre a sitios recónditos) o sus novias (“yo te ando con puras plus-plus”). Colgamos cuando comienzan a repetirse los silencios.
No me atribula mi posible fracaso. Lo relativizo con comparaciones mezquinas o me consuelo con aquel comentario de Borges: por un lado, están los escritores que fundan una literatura y, por el otro, los que son parte de la historia de la literatura y, añado yo, aparecerán quizás en algún índice de un compendio voluminoso o una enciclopedia. Y me animo: ¡mi nombre bajo la L! Algo es algo. Pienso, además, que el problema no es, en realidad, que haya muchos autores malos, sino muchos buenos. Mantenerse a flote en esa superficie muy deseable sería un logro definitivo. Nunca se lo mencionaría a mi amigo millonario. Me tildaría de mediocre: “no te molesta ser del montón”. El dinero es otro asunto. No hay argumento que lo resuelva. El de la dignidad funciona, pero es una actitud que se asume luego de la debacle y hay que estarla reavivando: el trueque incómodo del vaso medio vacío por el medio lleno, sin que importe el tono del agua ni si lleva tiempo estancada. En las Investigaciones filosóficas Wittgenstein escribe: “el dinero y la vaca que puede comprarse con él”. Tal vez una cosa desemboque en la otra: no por eso la contiene.
AQ