El delirio de grandeza de Andrés Manuel López Obrador se desborda en el video de los rolleros 40 minutos del comercial grabados en su finca, donde repite que cerró un ciclo, está jubilado y no es insustituible.
Amenaza, sin embargo, con volver a las andadas como vetusto Chapulín Colorado para luchar por la justicia si se atenta contra la democracia, para defender a la presidenta Claudia Sheinbaum, o si hay “intentos de golpe de Estado”.
No es la primera vez que alude al “golpe de Estado”, que virtualmente es él quien perpetró de manera técnica con el agandalle del Congreso y la Constitución para terminar con la separación de los poderes republicanos y la extinción de instituciones autónomas clave.
En su megalomanía, asegura que decidió retirarse para no “actuar como cacique, caudillo, jefe máximo”, pero de inmediato se coloca, precisamente, “detrás del trono”, al decir que no hará presentaciones públicas de su libro por no hacerle “sombra” a la presidenta Sheinbaum.
Vaya petulancia, qué descortesía: se delata más poderoso que la mandataria, porque atraería mayor atención pública.
Suelta una más de sus mentiras:
“Tenemos paz y hay estabilidad política. Nada más que puede más el sectarismo, el dogmatismo, el fanatismo de nuestros adversarios que el sentido común”.
A Sheinbaum le propina el elogio que se hacía a sí mismo y a su devastado servicio público de salud: ella es “la mejor Presidenta del mundo”, calificación tan subjetiva y temeraria como cuando presumía ser el segundo machuchón más popular del planeta.
Sigue creyéndose el único capaz de ver lo que otros no; guardián del “humanismo mexicano”, intérprete autorizado de la historia nacional, vigilante que protegerá de los “oligarcas corruptos” al “pueblo”, en el que no caben los aspiracionistas, los clasemedieros ni los ricos.
No deja de ver moros con tranchetes: “Todavía es temporada de zopilotes, buitres y halcones”.
Si un conservador ve su video, supone, pensará que el mejor presidente sería “de mano dura”, una mezcla de Franco, Pinochet, Díaz Ordaz y Salinas, que convertiría México “en una cárcel”.
Es la luz, la paz, la bondad y la verdad. Vive en un país donde la violencia no existe (ni siquiera la menciona).
Para rematar expresa un hilarante deseo y otra mentira contumaz: que su libro sea leído en España, porque ahí verán cómo los conquistadores “marcaban en el rostro con el fierro del rey a los indígenas para esclavizarlos”.
El “humanismo” que pregona tiene dos pilares: la cultura y la historia política. Ambas, dice, “han sido contadas falsamente durante siglos por los conservadores” y él viene a corregirlas, porque solo él puede narrar el pasado, imponer el presente, avizorar el futuro, defender la democracia y a la Presidenta.
Monta guardia en casa de La Chingada, ansiando el momento de montarse en su ego y recorrer las calles.
No es insustituible, pero actúa como imprescindible, con derecho al activismo cuando lo llame su retorcida conciencia...