¿Se acuerdan cuando Donald Trump tuvo que vender Miss Universo porque su candidatura a la presidencia de Estados Unidos lo había puesto en el ojo del huracán? ¿Quién diría que ese escándalo político parecería minúsculo a comparación de lo que terminaría ocurriendo, con nuestro propio sistema de poder respecto a los dueños actuales del certamen?
De verdad que este ha sido un caso constante de “no me ayudes, compadre” que no deja de dar. Y francamente es vergonzoso. Independientemente de la actual ganadora, todo pareciera indicar que la “representación mexicana” ya no puede presentarse como otra cosa más que caótica en el mejor de los casos, y en el extremo —lo que vamos develando día con día— como algo que roza lo corrupto y, según las denuncias en curso, quizá hasta lo criminal.
Les juro que si presentamos esto como un guion para una serie ficcionada de Netflix nos lo rechazan por inverosímil. Pero, aparentemente, sí dará para ser un documental en HBO. Imaginen este pitch: una mujer gana el certamen nacional y sus competidoras no la abrazan. Llega al concurso mundial y tiene un fuerte altercado con uno de los organizadores, lo cual —paradoja absoluta— le da un alto y admirable perfil.
Luego gana Miss Universo, a pesar de la renuncia (¿o despido?) de un par de jueces. Renuncian a su título un par de compañeras. El empresario mexicano dueño de 50% del certamen la defiende, pero no logra defenderse a sí mismo. Ni en entrevistas ni —por ahora— de la percepción pública ante las acusaciones que hasta el cierre de esta columna ya incluyen temas de presunto huachicol y otras denuncias aún más graves.
Claro que está arrepentido de ser, en parte, dueño de Miss Universo, como le dijo a Adela Micha. Los reflectores no solo no discriminan: proyectan los conflictos de interés, para ser amables, a un foro mundial. Y mientras en México parece que nuestras alianzas políticas dictan nuestra opinión sobre todo este caos, lo cierto es que, como resultado de un evento que buscaba representarnos en el mundo, eso se logró. Tristemente de la manera menos afortunada posible.
Y me temo que, por más que queramos, no hay corona que distraiga de eso.