Un delincuente, sin importar su nivel, tiene dos grandes ocupaciones: huir de la autoridad y delinquir. Si la autoridad que lo persigue es férrea, le quedará menos tiempo para delinquir. En caso contrario, si no debe invertir tiempo, esfuerzo y dinero para huir de la autoridad, tendrá más tiempo para sus actividades ilícitas. Y entonces se pone creativo y diversifica sus crímenes.
En el caso del crimen organizado, la “creatividad” tiene otro nivel. Si opera con holgura porque no se le combate financieramente y sus líderes a lo más que pierden son criminales de bajo nivel por una autoridad que solo patrulla, comienza a trastocar otros sectores diferentes al “tradicional” tráfico y venta de drogas, como por ejemplo, la tala ilegal de árboles, despojo de propiedades, venta de medicamentos, extorsión, distribución de cigarro apócrifo, monopolio de mercancías… y la lista podría seguir. Todo ello dicho de manera hipotética.
Y el dinero fluye de manera generosa. Obtienen recursos que pueden ser inimaginables para cualquier persona promedio; pueden ser deslumbrantes para un agente del Estado, que por miedo o mera corrupción, comienza a recibirlo.
También deslumbra a jóvenes, que idealizan al crimen y comienzan a verlo como una vía para la movilidad social y porque después de todo, vale más unos meses de rico, que 100 años de perro.
Y si en un efecto paralelo, el crimen comienza a matar impunemente a agentes de seguridad y justicia, por su osado atrevimiento de resistir sobornos y mantenerse firmes en su vocación, las instituciones son las que están en riesgo, especialmente si a ello se le suma la ocurrencia política.
Y lo que también se pone en riesgo es la democracia. A falta de límites, ese crimen organizado ocioso comenzará a superar los límites de nuestra paradigmática mente y podría, no solo poner candidatos, sino también “eliminar” a los que le son incómodos y generar miedo en la gente para que no participe en jornadas electorales.
Lo preocupante es que por cada año que se deja de combatir al crimen organizado, se necesitarán dos o más para poder regresar al punto en el que estábamos. Echemos cuentas.
Una delincuencia ociosa es como la humedad, que se cuela en todas partes; entre más tiempo pase, los remedios tendrán que ser más drásticos para contenerla y erradicarla.
En tanto, la capacidad de asombro del pueblo bueno también va disminuyendo, al punto de que la ilegalidad comienza a normalizarse e incluso a ser justificada. Entonces nos dejamos de sorprender de que se encuentran cuerpos mutilados en congeladores, de la desaparición de jóvenes o de que haya asaltos que terminen en homicidios, hasta que le toque a alguien cercano.
¿De verdad no nos damos cuenta?