A veces una institución se parece a un barco en mar abierto: firme, con rumbo, pero siempre vulnerable a la falla de un tornillo. Cuando un tornillo cede, no hundimos el barco; lo reparamos rápido, buscamos por qué falló y ajustamos los controles para que no vuelva a pasar. Eso deberíamos hacer cuando aparecen casos de presunta corrupción o abuso dentro de las fuerzas del Estado.
En días recientes vimos detenciones de altos y medios mandos vinculados a una red de “huachicol fiscal” operada desde puertos, con la participación de empresarios y personal de la Secretaría de Marina. Hubo aseguramientos relevantes y varios arrestos, entre ellos un vicealmirante, según reportes periodísticos. La propia Presidencia ha insistido en que estos hechos no deben leerse como sinónimo de corrupción generalizada de toda la institución, y que cada responsabilidad debe probarse en el expediente y ante el juez. Esa precisión es saludable: investigar sin prejuicios, sancionar con pruebas y, a la vez, cuidar que no se manche a miles de mujeres y hombres que sirven con honor.
También en Quintana Roo se detuvo a un militar acusado de abuso sexual contra una menor. El caso, doloroso y grave, debe investigarse a fondo y con perspectiva de infancia, garantizando tanto la presunción de inocencia como la protección integral de la víctima. Lo importante aquí es que funcionen los mecanismos civiles y militares para investigar, acompañar a la familia y llevar el caso al Poder Judicial sin dilaciones.
Nuestro error, como país, ha sido confundir el tornillo con el barco. Ya nos pasó con la Policía Federal: se disolvió una institución completa bajo el estigma de la corrupción y otros señalamientos; con ello se perdieron capacidades técnicas acumuladas durante años y el problema, lejos de desaparecer, cambió de forma y domicilio. Desaparecer instituciones es la salida más ruidosa, no la más eficaz. Lo que sirve es construir contrapesos reales y permanentes.
Hay una ruta clara en el derecho internacional y en nuestras leyes para hacerlo. La Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción pide a los Estados contar con órganos preventivos con independencia suficiente, políticas de integridad, transparencia y participación social. No son palabras bonitas: son estándares medibles que obligan a prevenir, detectar y sancionar.
En México, el Sistema Nacional Anticorrupción y la Ley General de Responsabilidades Administrativas ya dan el “cómo”: integridad pública, declaraciones patrimoniales y de intereses, investigación de faltas graves por autoridades especializadas y sanción ante tribunales administrativos. Sumemos auditorías externas de la Auditoría Superior de la Federación y controles cruzados entre instituciones. Si un área investiga puertos, otra —civil y con dientes— debe poder auditarla y revisar aleatoriamente sus decisiones; “ojos para mirar a otros ojos”, sin poner todos los huevos en una sola canasta.
¿Qué significa esto en la práctica para Marina —y para cualquier corporación de seguridad—?
Primero, prevención: rotación periódica de mandos en puestos de alto riesgo (puertos, aduanas, áreas de contrataciones y logística), reglas estrictas de conflicto de interés y verificación patrimonial continua, apoyadas en análisis de riesgo. Eso no criminaliza a nadie; reduce la tentación y la oportunidad.
Segundo, detección temprana: auditorías sorpresivas y cruzadas entre órganos internos y externos, trazabilidad digital de decisiones sensibles (arribos, aforos, custodias, salvoconductos), y canales de denuncia seguros para personal y ciudadanía, con protección efectiva del denunciante.
Tercero, sanción que sí duele: integrar bien las carpetas, llevar los casos ante la autoridad competente y publicar resultados con datos abiertos, respetando el debido proceso. Sancionar rápido y parejo desincentiva la red y protege a la mayoría honesta.
No romantizo la naturaleza humana: donde hay poder y dinero, habrá quien intente doblar la ley. La diferencia entre una institución confiable y una capturada no es la ausencia de casos; es su capacidad para detectarlos a tiempo, investigarlos en serio y sancionarlos sin importar el rango. Por eso, el escándalo del día no debe ser pretexto para quemar barcos; debe ser la prueba de mar de nuestros controles.
La columna vertebral de un Estado democrático es doble: instituciones fuertes y contrapesos fuertes. Cuidemos a Marina como institución, cuidemos a las víctimas y a la verdad, y cuidemos —sobre todo— el sistema que hace posible que un tornillo suelto no hunda el barco. Exijamos investigaciones profesionales, información pública y sanciones ejemplares donde correspondan; defendamos a quienes sirven bien y cambiemos lo que no funciona. Ese es el rumbo
Queda el reconocimiento a la Presidenta por la contundencia y la firmeza mostradas: nadie por encima de la ley y el debido proceso por delante. Que esa línea se vuelva regla y se extienda “donde tope”, incluida la clase política, tantas veces más justificada que sancionada en los últimos años. Con investigaciones profesionales, sanciones proporcionales y transparencia activa, el mensaje es claro: fortalecer instituciones, no destruirlas; proteger a quienes sí sirven y corregir, sin excepciones, a quienes traicionan la confianza pública.