Norma nunca imaginó lo difícil que sería encontrar ayuda para su hijo. Cuando se dio cuenta de que la adicción lo había consumido, buscó un lugar donde pudieran atenderlo. Sin embargo, la realidad fue desoladora. En la mayoría de los centros a los que acudió, no le permitieron conocer las condiciones en las que viviría su hijo. Otros, que sí mostraban certificaciones, estaban llenos o eran inalcanzablemente caros. En el lugar que finalmente le recomendaron, la escena la dejó helada: una casa modificada con rejas en el techo para evitar fugas, literas amontonadas y espacios reducidos. Aunque el sitio lucía ordenado, nunca pensó que tendría que dejar a su hijo en un sitio así.
Víctor también dejó a su hijo en un centro de rehabilitación. Cansado de las consecuencias de su adicción, confió en un sitio que le prometió resultados. Pero la desgracia le golpeó de la peor manera. El lugar no solo no tenía certificación, sino que servía de fachada para un grupo delictivo que lo usaba para ocultar y luego ejecutar a personas. Su hijo no solo no se rehabilitó, sino que terminó muerto.
El problema de las adicciones en México se parece mucho a una pandemia: se extiende rápidamente, afecta a toda la sociedad y no distingue edad ni clase social. Y como en toda crisis sanitaria, su tratamiento es insuficiente, con servicios saturados, altos costos y falta de regulación. La diferencia es que, mientras en la pandemia de covid-19 se destinaron recursos masivos para hospitales, pruebas y vacunas, la crisis de las adicciones sigue sin recibir la atención que merece.
A pesar del impacto que el consumo de drogas tiene en la violencia y la seguridad pública, la información con la que contamos no ha sido suficiente para dimensionar con precisión el consumo real de sustancias. Sin embargo, lo que sí sabemos es que la demanda de drogas ha crecido. La disputa por el narcomenudeo ha provocado una escalada de violencia, lo que sugiere un mercado en expansión.
Según la Comisión Nacional contra las Adicciones (Conadic), en 2018 había cerca de 3,000 centros de rehabilitación en México, de los cuales solo 400 operaban legalmente. Eso significa que hace siete años, con un menor consumo que el actual, apenas el 13% de estos lugares cumplía con las normas de seguridad y calidad. Hoy, la situación podría ser mucho peor.
El “Informe sobre la situación de salud mental y consumo de sustancias en México 2024”, elaborado por la Secretaría de Salud del Gobierno Federal, señala que los estimulantes tipo anfetamínico, como metanfetaminas y éxtasis, representan el 49.1% de las solicitudes de tratamiento por consumo de drogas entre 2013 y 2023. Esto implica un alarmante aumento del 416% en una década. Además, el perfil de los consumidores también es preocupante: la edad promedio es de 30 años, con el 85% de los usuarios siendo hombres y el 14% mujeres.
Los centros de rehabilitación son fundamentales en la estrategia de salud pública para combatir las adicciones. Su papel va desde la desintoxicación hasta la reintegración social de los pacientes. Sin embargo, cuando estos lugares operan sin regulación, no solo ponen en riesgo la salud de sus internos, sino que también desacreditan los esfuerzos por combatir la crisis de las drogas.
A pesar de su importancia, la regulación de estos centros enfrenta un problema de fondo: no existen recursos públicos suficientes para la rehabilitación en ninguno de los niveles de gobierno. La supervisión y certificación de estos lugares requieren personal, infraestructura y financiamiento que hasta ahora no han sido prioridad en la agenda pública. A esto se suma que las autoridades locales, encargadas de la verificación del uso de suelo, muchas veces carecen de mecanismos efectivos para inspeccionar estos establecimientos, lo que permite que algunos operen de manera irregular. Como consecuencia, cuando ocurre una tragedia en uno de estos centros, la responsabilidad se diluye y las soluciones quedan pendientes.
El consumo de drogas tiene un impacto devastador en la sociedad. No solo genera enfermedades y problemas de salud mental, sino que también tiene un alto costo económico. Enfrentar una adicción podría ser más barato para el Estado que atender las consecuencias de la violencia derivada del narcomenudeo. Una sola cirugía de emergencia para una persona herida en un enfrentamiento entre grupos delictivos puede costar cientos de miles de pesos, mientras que la rehabilitación de un adicto podría representar una inversión mucho menor con un impacto mucho mayor en la prevención de la violencia.
Si el consumo de drogas es una pandemia, también debe tratarse como tal. Durante el covid-19, aprendimos que la solución a una crisis sanitaria requiere un enfoque integral que combine prevención, atención y regulación. Lo mismo aplica para las adicciones. Es necesario impulsar programas educativos dirigidos a niños y jóvenes para prevenir el consumo de sustancias, fortalecer la supervisión de los centros de rehabilitación para garantizar que operen con estándares de calidad, ampliar el acceso a apoyo psicológico para personas con trastornos relacionados con el consumo de drogas y reformar las políticas públicas para que la adicción se aborde desde un enfoque de salud pública y no solo de seguridad.
El futuro de miles de personas depende de que actuemos ahora. Si seguimos ignorando la crisis de las adicciones y dejando la rehabilitación en manos de centros sin regulación, la violencia y el sufrimiento seguirán creciendo. Así como el mundo respondió ante el covid-19 con medidas urgentes y coordinadas, es momento de atender esta otra pandemia con la seriedad que merece.