Las diferencias entre la derecha y la izquierda siguen existiendo. No es cierto que se hayan diluido las fronteras que separan a las fuerzas políticas de uno y otro bando por más que el oportunismo de los dirigentes los lleve, en ocasiones, a celebrar maridajes y alianzas que parecen traicionar los respectivos principios de doctrina.
Lo que define a la izquierda, en oposición al descarnado darwinismo que propugnan los derechosos (en el sentido de que encumbran a los individuos emprendedores —o sea, a los más fuertes de la especie, presuntamente— y descalifican sin piedad a los que no logran abrirse paso en el durísimo ecosistema del libre mercado), es una preocupación por lo social: el infortunio de las personas cuenta, el desamparo de los ciudadanos más vulnerables importa, la pobreza debe ser mitigada a través de acciones públicas y el Estado debe intervenir con ayudas a los sectores desfavorecidos.
La derecha radical no solo se desentiende de la pobreza sino que culpa a los desposeídos de su propia suerte: el pobre sería un haragán o un irresponsable o un incapaz pero no una de esas “víctimas hambrientas” que consagraba La Internacional (el himno obrero que entonaban mis padres en casa, con el permiso de ustedes, amables lectores) y que, en esa condición suya determinada por la lucha de clases, debía de plano rebelarse contra el capitalista opresor.
La deriva expropiatoria de los regímenes socialistas se alimenta justamente de este ánimo justiciero —un impulso muy natural de oposición a la desigualdad en este mundo— pero la aventura de confiscar los medios de producción termina siempre muy mal porque las realidades económicas no se pueden desestimar por decreto ni mucho menos cancelar utilizando la violencia del Estado: al final no hay más que un brutal empobrecimiento colectivo de las sociedades, sin posibilidad alguna de movilidad social excepto para aquellos que logran colocarse en el muy cerrado y exclusivo círculo de los nuevos jerarcas (tan corruptos y movidos por el enriquecimiento personal como el “burgués implacable y cruel” denunciado en la antigua jerga revolucionaria pero mucho más impunes en tanto que se han adueñado totalmente del poder político).
El neoliberalismo promovido en la década de 1970 llevó al desmantelamiento de muchas de las políticas asistenciales implementadas por el Estado de bienestar y sus detractores señalan también que provocó una mayor desigualdad social al tratarse de una doctrina dirigida a servir los intereses de una minoría privilegiada. Constatamos, en todo caso, el descontento casi universal de la población con el actual estado de cosas y el paralelo advenimiento del populismo —de izquierdas o de derechas— como una suerte de respuesta providencial al malestar ciudadano. Lo que está en juego, sin embargo, es la supervivencia misma de los valores democráticos y aquí el debate ideológico entre un modelo u otro pasaría a un segundo lugar vistas las catastróficas consecuencias que traería una fatalidad consustancial a la receta populista, a saber, la instauración de un sistema autoritario. Estamos hablando de la supresión de libertades y derechos por los que han luchado generaciones enteras de ciudadanos. No hemos vivido la mejor de las realidades, es cierto, pero la solución no es estar peor por responder al canto de sirenas de los demagogos.
Román Revueltasrevueltas@mac.com