Hay cronistas que escriben como quien registra la brisa: con ligereza, invocando palabras que se disipan apenas se leen. Emiliano Ruiz Parra no. Él escribe como si estuviera grabando con cincel sobre piedra, consciente de que las palabras pueden ser la huella que queda de un hecho, o de ciertos dolores, o de la vida…
Lo conocí en algún lugar de la selva Lacandona, a finales de 2005. Respirábamos en ese entonces un aire cargado de humedad y expectativa: el Delegado Zero del EZLN estaba a punto de iniciar a bordo de su moto Rocinante, el recorrido de La Otra Campaña, un viaje lento, anticapitalista y quijotesco a lo largo del país del año 2006.
Por entonces se hablaba de un mundo distinto, eran otros horizontes. Emiliano estaba ahí, atento a cada gesto, a cada palabra y a cada silencio rebelde. Hacía muy bien lo que debe hacer cualquier periodista: escuchar. Su oído, además, era el oído afinado de un escritor. Luego supe al leerlo que se trataba de uno de esos raros especímenes que surgen de la simbiosis entre periodismo y literatura y que acá en mis desiertos llamamos cronistas.
Escuchar antes que escribir es lo que justo le ha permitido convertirse en uno de los cronistas más notables de nuestra generación, porque Emiliano no se apresura a contarlo todo en un santiamén: deja que las voces se acomoden, que los silencios respiren, que las víctimas elijan el modo de aparecer en sus crónicas.
Su reciente participación en la serie Marcial Maciel: El lobo de Dios, de HBO Max, confirma esa mirada. Frente a la cámara, Emiliano no busca protagonismo, sino dar contexto fundamental. Su voz aparece para dar sostén narrativo a un relato que podría perderse en la estridencia o en el morbo, pero que con su punto de vista gana densidad, cronología y rigor. Emiliano habla con la calma y elocuencia de quien ha investigado por años los pliegues podridos de la Iglesia católica mexicana, sin dejar de marcar la indignación justa de quien no se resigna a que los crímenes de un hombre —y de toda una institución— queden impunes.
En esta serie dirigida por Matías Gueilbert y producida por Ánima Films, Emiliano se convierte en testigo obstinado que desvela al monstruo. El monstruo tiene nombre y también mil máscaras: sacerdote, fundador, guía espiritual, filántropo... Durante décadas, Marcial Maciel fue visto como un elegido de Dios; hoy, gracias a miradas obstinadas como la de Emiliano, el gran público lo puede mirar como lo que fue: un depredador, un manipulador, un tipo miserable protegido por la jerarquía eclesiástica y otras élites económicas
Desvelar al monstruo no es un acto sencillo. Implica resistir la tentación del mito, desmontar la retórica piadosa, mostrar la maquinaria que encubrió abusos mientras predicaba virtudes. Desde que conozco a Emiliano estaba obsesionado con Maciel. Sentía un compromiso profundo con sus víctimas y quería denunciar a una figura que por entonces mantenía mucho poder.
No es casual, por cierto, que apenas hasta ahora exista un relato estructurado y para amplias audiencias de las abominaciones hechas por Maciel. No pocos proyectos de películas y series se quedaron en el camino durante estas dos décadas, a causa de las fuertes presiones legionarias oficiales y extraoficiales.
En la serie documental de HBO Max, Emiliano contribuye a exhibir a Maciel sin alzar la voz de forma histriónica. Lo hace con frases sobrias que contienen el peso de la evidencia. Frente al aura que aún envuelve a los Legionarios de Cristo, su palabra funciona como bisturí: corta con precisión, abre las capas de silencio y muestra lo que se quiso ocultar.
Como cronista, Emiliano se ha pasado buena parte de su vida explorando claroscuros de México. En sus libros —desde Ovejas negras, donde reunió historias de personajes inconformes, hasta Los hijos de la ira, su retrato implacable de la violencia— hay una pulsión por exhibir lo que otros prefieren callar. No escribe para dictar sentencias, sino para incomodar conciencias.
La serie sobre Maciel lo encuentra en un punto de madurez profesional, pero lo suyo nunca ha sido la comodidad oficinesca. Prefiere caminar barrios marginales de la periferia capitalina como Golondrinas, buscar archivos perdidos en lugares insospechados, y tender puentes con protagonistas directos de los sucesos.
Cada vez que Emiliano aparece en pantalla, el documental de Maciel adquiere el pulso narrativo de una crónica: datos cruzados con imágenes y frases que contienen historias enteras. Es el mismo efecto que producen sus crónicas escritas: la sensación de que no hay palabra gratuita.
En la tradición mexicana de los grandes cronistas —de Carlos Monsiváis a Juan Villoro, de Elena Poniatowska a Alma Guillermoprieto—, Emiliano ya ocupa un lugar peculiar. No se parece del todo a ninguno, y sin embargo dialoga con todos. Su estilo es sobrio, pero no plano; riguroso, pero no académico; narrativo, pero no complaciente.
A veces me pregunto de dónde viene esa obstinación, esa fe en que las palabras de los otros merecen un lugar. Tal vez de la certeza de que este país requiere memoria. Lo cierto es que Emiliano escribe como quien sabe que detrás de cada texto hay una víctima esperando ser reconocida, un lector dispuesto a indignarse, un poder que conspira para seguir oculto.
En un tiempo en el que abundan los narradores de sí mismos, Emiliano persiste en narrar a los otros. Desde la selva Lacandona hasta las pantallas del streaming, ha mantenido una misma obstinación: desvelar al monstruo, escuchar a las víctimas, escribir para que no olvidemos, hacer memoria, pues.
