Los papás de Max Verstappen y de Checo Pérez están escenificando un muy sabroso melodrama.
Sabemos, por la celebridad de sus vástagos, de las andanzas de ambos y, en lo que toca al neerlandés, de la descomunal dureza con la que entrenó al hijo –siendo él, en sus tiempos, un piloto, digamos, bastante mediocre— para que consumara los sueños de gloria que en algún momento anidaran en lo más recóndito de su ser.
Pues, vaya que se cumplieron, en el hijo, las desaforadas ambiciones de su progenitor: Max es un piloto absolutamente portentoso, un fuera de serie dueño de una implacable templanza, así sea que la temprana relación con su padre –para los observadores externos de las cosas, como el escribidor que garrapatea trabajosamente estas líneas— pueda volverse, con el pasar de los años, materia de horas enteras pasadas en el diván del psicoanalista. Es una mera apreciación, desde luego, y un tanto abusiva, porque los réditos de la firmeza los disfruta el joven Verstappen de primera mano y no sabemos, tampoco, qué tan terrenalmente feliz pueda ser de todas maneras.
Del padre de Checo nos hemos enterado, entre otras cosas, que quería ser presidente de México, ni más ni menos. O a lo mejor anunció, de plano, que iba a ser el primer mandatario de la nación: no recuerdo con precisión cómo estuvo la proclama pero había ahí un componente bastante delirante, con el permiso de ustedes, más allá de que su hijo, él sí, haya alcanzado grandes logros: no cualquiera puede competir en la suprema categoría automovilística, ni mucho menos.
Los dos, Jos y Antonio –así son sus nombres de pila— escudan a ultranza a sus retoños. El papá del Max es más metiche al punto de haberse enredado en los asuntos de la escudería austriaca y, según dicen, de tener cierta influencia o por lo menos causar polémicas. Y, teniendo detrás a una prensa neerlandesa que no simpatizaba demasiado con el competidor tapatío se le endosa a su persona, en parte, la hostilidad hacia Checo.
En lo referente a Antonio Pérez Garibay, antiguo diputado del oficialismo morenista, ensalza los éxitos del hijo, como es normal, pero despliega a la vez un rasgo cultural muy mexicano, a saber, el victimismo: acaba, justamente, de acusar a Red Bull de no darle a Checo un coche como el de Verstappen añadiendo que, de otra manera, nuestro compatriota hubiera sido campeón del mundo.
El simple sentido común hace muy poco probable que una escudería perjudique deliberadamente a uno de sus pilotos, sobre todo que una de las razones de que Red Bull no obtuviera el título de constructores en 2024 fue precisamente la pobre actuación de Checo, por las razones que fueren: la dificultad de controlar el auto –la misma circunstancia que han sobrellevado posteriormente Liam Lawson y Yuki Tsunoda— o, pues sí, una baja en el rendimiento del piloto mexicano.
El asunto es que Jos ya le contestó al quejoso: lo llama ‘tonto’ y le dice que el coche era exactamente el mismo y que lo único que hacía falta era “pisar el acelerador”.
Ustedes dirán…