
La mentira es el arma arrojadiza más común de la conversación pública contemporánea.
Abundan los indicios elevados a rango de verdad irrefutable, las inferencias disfrazadas de teoría comprobada, los argumentos carentes de premisas, el experimento sin datos, las acusaciones sin pruebas, las falsedades fabricadas deliberadamente para engañar. En fin, el desmantelamiento de lo razonable y la irracionalidad que se contagia.
El esfuerzo excesivo por abrazar lo cierto ha vuelto al mundo un lugar peligrosamente incierto; angustia y violenta a la consciencia el derrocamiento del gobierno de sí y de los otros por medio de la verdad.
Nada escapa a esta tragedia: la política y la justicia, las relaciones íntimas y lo público, el periodismo y la ciencia, la economía y la academia, prácticamente todo intercambio humano deambula errático al ritmo de la duda, la sospecha y la incredulidad.
Considerado por algunos como irrelevante, el diálogo se presenta como un artículo desechable. Mientras tanto, se ha instalado en el vecindario una tribu de cíclopes excitados por el desorden de sus ideas.
Hace cuarenta años, Michael Foucault propuso diferenciar entre la verdad y el decir verdadero. Ante el desastre de la conversación pública esta distinción es pertinente.
El acto de decir la verdad —o lo que Foucault llamaba la veridicción— no es la verdad sino el método o procedimiento empleado para encontrarla.
Cada ámbito de lo humano cuenta con su propio camino. La justicia, por ejemplo, parte de la investigación, avanza a través de las imputaciones, el juicio, las pruebas, la sentencia y el cumplimiento, o no, de las penas.
La ciencia abraza en su caso al método científico para hallar la verdad. Ahí se recomienda observar, formular hipótesis, experimentar, refutar, confirmar y luego teorizar. Importa también y mucho, para la paz de las comunidades humanas, el decir verdadero en el terreno de lo político. La legitimidad del poder, dependiendo de cada época, se funda en rituales, procedimientos, acuerdos, y desde hace unos trescientos años, en la lealtad hacia la ley y las instituciones civiles.
Desde esta lógica Foucault invita a reflexionar sobre la historia política de las veridicciones: ¿cómo ha sido el decir verdadero en cada momento de la historia y en cada población humana y por qué las sociedades mudan sus métodos para producir verdad?
“Es un problema jurídico, precisa, pero sobre todo institucional, político e histórico el saber cómo, en una sociedad, el individuo se vincula con su propia verdad,” así como con aquella que define a sus semejantes.
Persiguiendo este hilo de pensamiento es que puede proponerse como argumento que no estamos en la actualidad frente a una crisis de la verdad –la verdad siempre ha estado en crisis– sino ante una transformación de las formas para pronunciar la verdad; nos encontramos ante la crisis del decir verdadero que, a su vez, tiene en jaque al diálogo entre las personas y, aún más evidente, a la conversación pública.
No es el mismo decir verdadero el que sirvió a la sociedad teocrática gobernada desde la gran Tenochtitlán, que el impuesto por la monarquía absoluta española cuyo imperio se extendió sobre buena parte de América Latina.
Tampoco es comparable la veridicción que imperó durante buena parte del siglo XX mexicano –hiperpresidencialista, monopartidista, centralista y excluyente– que el decir verdadero del México gobernado por los líderes de un puñado de partidos, o el experimentado hoy por la pretensión de asegurar hegemonía en un contexto complejísimo y plural.
Nuestra época se caracteriza por la dispersión de los regímenes del decir verdadero y también por el esfuerzo del poder (nada novedoso), a la hora de imponer su propio régimen. Tal es la materia principal del conflicto: la diversidad del método contra su opuesto.
No parece haber límites para imponer una veridicción sobre el resto. Todo sirve. Por ejemplo, promover machaconamente el argumento de la pureza del gobernante frente a la corrupción del adversario, o bien desestimar el decir verdadero ajeno como producto de una conspiración perversa y ancestral.
Destaca también la infantilización discursiva que divide entre ángeles y demonios, nacionales y extranjeros, progresistas y conservadores, plebeyos y privilegiados, morales e inmorales y así un sinfín de términos que en vez de aclarar la realidad la nublan, porque en una sociedad tan compleja como la mexicana, con tantos matices, regiones, culturas, hablas, costumbres y convicciones, la noticia de que solo hay dos, y no muchas identidades, es tan falsa como la creencia de que la tierra era plana.
Paradójicamente, el decir verdadero de la época no tiene que ver con su propósito principal que, al final, habría de ser la obtención de verdad, o por lo menos la estabilización y el consenso de lo que la sociedad concibe como cierto.
Únicamente pareciera relevante destruir veridicciones alternativas. Se trata de una árida lucha por el poder para decir y hacer; una batalla sin fatiga por desigualar el habla dentro del ágora pública.
El decir verdadero democrático, que requiere eliminar las asimetrías, obligaría, en principio, a volver compatibles las muchas veridicciones. Pero tal cosa implica ineluctablemente renunciar a la creencia de que el método propio es el único que merece sobrevivir.
El diálogo conduce a incluir el valor de la reconsideración dentro del decir verdadero propio porque sin la posibilidad de reconsiderar no hay conversación sincera.
¿Cómo fundar una veridicción común –procesos amplios y compartidos para hallar la verdad– si el poder no está dispuesto a contemplar decires que le son lejanos?
Foucault ataca el núcleo atómico de la cuestión: “la obligación de decir la verdad sobre sí mismo se inscribe siempre dentro de una relación con el otro, una relación con otro que se considera indispensable, fundacional.”
Recapitulando, sin decir verdadero compartido por una misma comunidad política no puede haber diálogo y sin dialogo la verdad común es inalcanzable. Sólo la violencia del ruido permanece.
La crisis de la conversación pública convoca a repensar los procesos y métodos de producción de verdad, tales que sean aceptables para las personas que participamos, numerosas y complejas, en un México que, como dijo alguna vez el subcomandante Marcos, son muchos Méxicos.
Michael Foucalut, Obra mal, decir la verdad. La función de la confesión en la justicia. Siglo XXI editores. (2016)
Ricardo Raphael
@ricardomraphael