La presentación del Nuevo Modelo Educativo (NME) y la reacción notablemente positiva que ha tenido en la mayoría de los sectores ha reintroducido, si bien pálidamente, la idea de que, si la reforma educativa hubiera empezado por allí, se hubieran evitado tensiones innecesarias en algunas porciones del magisterio mexicano. Desde el punto de vista político, esa tesis es insostenible entre otras razones porque el diseño, la formulación y la ejecución de la reforma pasaba, inevitablemente, por un elemento de sentido común: recuperar la conducción y el liderazgo de la gestión y las decisiones de la política pública educativa, sin lo cual hubiera sido imposible emprender una transformación de fondo.
Por lo general, según demuestra una amplia literatura académica (véase por ejemplo Despite the odds: The contentious politics of education reforms, de Merilee S. Grindle; Conflictos políticos e interacciones comunicativas en las reformas educativas en América Latina, de Sergio Martinic; Crucial needs, weak incentives. Social sector reform, Democratization and globalization in Latin America, de R. Kaufman y J. M. Nelson o mi texto ¿Cómo abordar la reforma de la gestión educativa? Algunas reflexiones) suele ser normal que la ejecución de una reforma educativa profunda conlleve conflictos de diversa naturaleza y dimensión porque introduce cambios radicales en sistemas relativamente complejos, habituados a la estabilidad y en donde, por una parte, los diversos agentes (administradores, docentes, sindicatos, políticos e investigadores) tenían asignado un rol predecible y sostenible en el mediano y largo plazos y, por otra, los arreglos políticos, presupuestales e institucionales ensamblados por largo tiempo se ven alterados a consecuencia de la reforma misma.
En los países que las han abordado, hay dos clases de reformas educativas. Unas, llamadas de acceso o ingreso, son las más sencillas porque se dirigen básicamente a atender necesidades de cobertura (lo que sucedió en México a lo largo del siglo pasado) y basta una organización eficiente y recursos suficientes para alcanzar resultados más o menos exitosos. Las otras, de tipo sistémico o estructural, son extraordinariamente más complejas desde el punto de vista técnico y político, porque se dirigen a mejorar la calidad del servicio que se provee y esto es más difícil y gradual. O, como dice Merilee S. Grindle, “la reforma por la calidad implica trabajar en tener maestros mejor preparados, aprovechar el tiempo de trabajo, involucrar activamente a los padres de familia, contar con mejor currículum escolar y brindar más atención a las y los estudiantes pobres. A pesar de la buena expectativa que implica la reforma por la calidad, normalmente esta encuentra gran resistencia entre diversos actores educativos ya que sus resultados son a largo plazo y muchos de ellos permanecen intangibles”. Algo de esto es lo que ha sucedido en México en los últimos años. Veamos.
De manera gradual, desde los años 80 se produjo una creciente atención pública por la educación gracias a lo cual se generó una percepción muy extendida de que el tema importa, que los resultados eran deficientes y, en suma, que debía hacerse algo serio, profundo y rápido. En ese contexto, la reforma educativa tuvo que instrumentarse en dos etapas. Una es la gestión de la educación, es decir, la operación de la SEP y el entramado reglamentario y legal sobre el que se sostuvieron, por ejemplo, la relación laboral con los sindicatos y el papel de éstos en las decisiones internas de la autoridad; el esquema salarial o la rendición de cuentas mediante la evaluación docente. Y la segunda, representada por el NME, fue abordar la cuestión de la calidad educativa, lo que entre otras cosas supuso plantear innovaciones en el modelo curricular; la introducción obligatoria del inglés o de las habilidades socioemocionales, un campo inédito en los planes y programas de estudio, es decir, calidad educativa.
Aunque la evidencia internacional sugiere que así es como operan las reformas exitosas, la discusión de los últimos años, muy contaminada porque alteró el pensamiento convencional, recogió solo una de las variables —la evaluación docente— y omitió la apreciación integral de una estructura de gestión que, tal como estaba, habría entorpecido eso que suele llamarse policy making, esto es, la ejecución de las políticas, de la cual depende una reforma eficaz, en cuyo centro estaba, en el primer momento, la reorganización de la administración educativa. En consecuencia ¿por dónde había que empezar?
Lo primero fue la modernización del marco jurídico, constitucional, legal y reglamentario. Como es bien conocido, el entramado normativo del sector educativo se expresaba en docenas de instrumentos en los cuáles se fundó el cogobierno de la SEP, ciertamente perfeccionado hacia un lado entre 2000 y 2012, que en la práctica nulificó cualquier pretensión innovadora o de creación de un sistema de incentivos que alentara el mérito, la transparencia, la calidad o la rendición de cuentas.
La segunda parte tuvo que ver precisamente con la revisión del marco laboral. Los procesos de descentralización en diversas áreas de política pública han sido constantes y profundos desde los años 80. Sin embargo, por diversas razones, un esquema incompleto de descentralización creó incentivos negativos para asumir un mayor protagonismo de los estados en la gestión educativa. La eliminación de la llamada “doble negociación salarial”, la creación del Fondo de Aportaciones para la Nómina Educativa y Gasto Educativo (FONE), que recentralizó los pagos del personal docente en la SEP, o la depuración de la nómina, corrigieron una tendencia perversa que previamente produjo una grave anarquía salarial y puso en crisis las finanzas de algunos estados.
De allí que el NME introdujera un capítulo novedoso que tiene que ver con la gobernanza del sistema educativo. Visto en retrospectiva, el Acuerdo Nacional para la Modernización de la Educación Básica y Normal de 1992 no previó suficientemente el papel que correspondía a los gobiernos estatales en la articulación de sus sistemas educativos ni el tipo de relación sindical que debiera haberse dado de manera que la descentralización, con todo el potencial que tenía y tiene, no logró evitar la reproducción de ciertos problemas educativos nacionales a escala estatal.
Una tercera consideración, en la lógica de recuperar la conducción estatal de la gestión educativa y posteriormente emprender los cambios hacia la mejora de la calidad y los resultados, tiene que ver con el hecho de que, ahora, ha sido posible una amplísima participación social en la discusión de los temas sustantivos de la educación, del que el NME es su expresión más integral, cosa que tal vez habría sido imposible bajo un sistema cerrado en el que las principales decisiones eran tomadas dentro de los cauces de una negociación corporativa. No es una casualidad que hoy el tema educativo forme parte principal de la agenda nacional y que esta reforma siga contando con niveles muy altos de aprobación. La razón es sencilla: en la medida en que México ha alcanzado progresos muy considerables en la cobertura, especialmente en educación básica y media superior, la batalla consiste ahora en lograr los mejores resultados en el terreno de la calidad.
En el futuro, esta formulación política deberá reflejarse gradualmente en los indicadores de equidad e inclusión, en las evaluaciones docentes y de logro de aprendizaje tanto nacionales como internacionales, en la correlación entre educación e ingresos y en niveles de productividad y competitividad del país. La experiencia internacional sugiere que en muchos países en desarrollo —como México— el problema básico es la forma como se organiza el sistema educativo y la producción de escolaridad, es decir, que acciones como una reforma sistémica que involucre objetivos claros en las escuelas, profesionalización docente o autonomía escolar pueden hacer la diferencia.
La reforma educativa irá cobrando una prioridad cada vez más intensa en la agenda pública del país y a partir de lo avanzado hasta ahora se convertirá con el tiempo en un genuino instrumento de igualación social y económica.
*Subsecretario de Planeación, Evaluación y Coordinación de la SEP