Colocaron todo este peso sobre nuestras espaldas y se dieron media vuelta, sabiendo que lo sostendríamos para no aplastar a nuestros hijos.
Dejaron que criáramos a nuestros perfectos niños como nos habían enseñado que era correcto, rectos, duros, trabajadores, sin llorar, para poder enviarlos a las fábricas por más de doce horas al día o a las guerras de donde nunca volvían.
Dejaron que criáramos a nuestras hijas calladas, ocultas, asustadizas, listas para complacer y temerosas de quemar la comida, solo para que las entregáramos en altares cada vez más desdibujados, cada vez más violentos, de donde volvían en pedazos en bolsas plásticas, con dos niños de la mano y moretones por todos lados, con el hambre en el cuerpo y la tristeza de quien no entiende que hizo mal.
No siempre fue así.
Antes las mujeres éramos diosas, criábamos héroes y heroínas, llenábamos los campos de flores y alimentos, los arboles rebosaban y nosotras compartíamos el arte sagrado de cuidar con otras y otros.
Nuestro trabajo era venerado y sagrado. No como ahora, que es invisible y las mujeres debemos trabajar criando, cuidando un hogar, en una fábrica y además gestionar un negocio para llegar a fin de mes.
En ese entonces las mujeres no agachábamos la cabeza. No todo era paz y amor, también había violencia, la diferencia era que respondíamos con la misma fuerza.
Madre Kali, madre Sejmet, madres otras nos enseñaron a seguir adelante y devorar a los enemigos.
No nos enamorábamos de ellos porque eso no existía. El vínculo amoroso era con los hijos y las hermanas, lo demás eran solo acuerdos.
El amor fue el invento con el que remplazaron las cuerdas con las que nos sometieron.
Llegaron ellos y nos explicaron cómo debía ser el amor. Llegaron y nos convencieron: era como una droga, dulce y adictiva en sus primeras fases.
No duró y para cuando se pasaron los efectos, la resaca se mezclo con la culpa y no pudimos recuperarnos.
Con hijos nacidos de ese primer ataque a la psique femenina, tuvimos que quedarnos.
Simplemente era demasiado difícil volver. El fuego se había apagado. Eran brasas en la hoguera medio apagada.
Las hermanas estábamos cansadas, esperando también un poco de ese amor que nos regalaron, buscándolo con una mirada o un acto de servicio, como para asegurarnos que esta gran migración no había sido en vano.
Pero lo fue.
Sin importar cuantas veces busquemos en las grietas de la cocina, las migajas de amor que nos mostraron se desdibujaron. Ahora debemos ganarlo a costa de nuestros cuerpos y nuestras mentes.
En esta nueva vida a las mujeres nos muelen a golpes, nos arrancan la cara a mordidas y nos violan todas las noches mientras tratamos de llorar quedito para que nuestros niños no lloren en sus camas. O no.
O vivimos con el hombre bueno que solamente olvida fechas importantes, elije no acompañarnos emocionalmente, no cocina, no lava, no cría, pero es bueno porque no golpea.
Dime, hermana, ¿Cuándo habremos de recuperar la rabia que nos mantenía seguras y en equilibro?