La inminente aprobación de la reforma a la Ley de Amparo por parte del Congreso de la Unión ha encendido las alarmas entre juristas, académicos y defensores de derechos humanos. Y no es para menos: la iniciativa ha avanzado con una velocidad inusitada. Apenas concluyeron los foros de consulta y, al día siguiente, ya existía un dictamen elaborado por la Comisión de Justicia, votado favorablemente horas después en el pleno del Senado. Según versiones al interior del oficialismo, las condiciones están dadas para que la Cámara de Diputados la apruebe por mayoría en los próximos días. En otras palabras, las opiniones de más de 40 expertos en la materia fueron ignoradas.
El problema no es solo la rapidez legislativa, sino el contenido de la reforma. De aprobarse en sus términos actuales, significaría un retroceso histórico para el sistema de justicia en México. Esta iniciativa limita de manera drástica el alcance del juicio de amparo, un mecanismo diseñado precisamente para equilibrar la relación entre el ciudadano y el poder del Estado.
La reforma constitucional de 2011 representó un parteaguas al ampliar la protección de los derechos humanos bajo los principios de progresividad y pro persona. Hoy, con la nueva propuesta, se pretende ir en sentido contrario: restringir el amparo bajo la premisa de que los ciudadanos “abusan” de este recurso y que, por ello, la autoridad requiere mayor blindaje frente a las impugnaciones particulares.
Esa lógica resulta equivocada. El amparo no es un privilegio ni un capricho: es un derecho de defensa frente a los excesos del poder. El supuesto “abuso” no proviene de los ciudadanos, sino de las autoridades que con frecuencia desconocen, violan o transgreden derechos fundamentales, o incluso ignoran resoluciones judiciales que otorgan amparos a los particulares. Limitar este recurso dejaría a la sociedad en estado de indefensión frente a decisiones arbitrarias.
La iniciativa también introduce candados procesales que dificultarían a individuos y colectivos frenar actos de autoridad. En los hechos, se privilegia un supuesto “interés general” defendido por el gobierno por encima de los intereses legítimos de comunidades, grupos vulnerables o personas directamente afectadas. Con ello se refuerza una narrativa peligrosa: el gobierno es infalible y cualquier cuestionamiento ciudadano constituye un abuso.
Otro riesgo evidente es la reducción del margen de acción de los jueces. La reforma recorta sus facultades para otorgar suspensiones, lo que limita su capacidad de analizar cada caso en particular. Esta medida es consistente con la intención oficialista de someter al Poder Judicial, ya sea mediante la elección popular de jueces o mediante reformas que acoten su autonomía.
Desde una perspectiva internacional, aprobar esta reforma debilitaría la imagen de México como un país con Estado de derecho sólido. La inseguridad y la incertidumbre jurídica espantan inversiones y generan desconfianza en el sistema judicial. En lugar de fortalecer a las instituciones, se crean condiciones para legitimar actos arbitrarios y restringir los mecanismos de defensa ciudadana.
Es cierto que la propuesta contempla avances, como la digitalización de los juicios y plazos más claros para su resolución. Sin embargo, estos aspectos positivos no compensan el daño de fondo: reducir los mecanismos de defensa frente a los abusos de poder.
El punto más crítico es la limitación a la suspensión en los juicios de amparo. Sin suspensiones efectivas, el recurso pierde sentido: las violaciones a derechos pueden consolidarse antes de que exista una sentencia definitiva. A ello se suma la restricción del interés legítimo, que dejaría fuera a colectivos y comunidades que hoy pueden acudir a los tribunales para frenar actos de autoridad.
En conclusión, la iniciativa no fortalece la justicia: la debilita. Resta autonomía a los jueces, reduce las garantías ciudadanas y desequilibra la relación entre gobernados y gobernantes. México necesita certidumbre jurídica, un Poder Judicial fuerte y un Estado de derecho robusto para enfrentar sus retos de seguridad, inversión y confianza internacional. Lo último que necesita es cerrar las puertas a la defensa de los derechos humanos bajo el falso argumento de que los ciudadanos abusan de sus garantías.
Mariano Calderón, experto en derecho constitucional, administrativo y fiscal, socio de Santamarina y Steta