El aumento al Impuesto Especial sobre Producción y Servicios (IEPS) a bebidas azucaradas, cigarros y vapeadores anunciado por el gobierno federal, llega envuelto en un discurso de salud pública, pero en el fondo responde a una urgencia distinta: la de recaudar recursos ante el agotamiento financiero del Estado.
Con esta medida, Hacienda pretende elevar la cuota del IEPS para bebidas saborizadas de 1.64 a 3.08 pesos 1por litro —un incremento de casi 87 por ciento— y aumentar también el impuesto a los productos de tabaco. El argumento oficial es proteger la salud de los mexicanos, reducir el consumo de productos nocivos y obtener recursos adicionales para el sector salud.
Pero la experiencia muestra que este tipo de medidas, más que mejorar los hábitos de consumo, se han convertido en instrumentos recaudatorios disfrazados de políticas sanitarias.
Desde que se implementó el IEPS a refrescos en 2014, el consumo apenas se redujo unos puntos durante el primer año y luego volvió a su nivel previo. En cambio, la recaudación ha crecido sostenidamente: tan solo en 2023 el impuesto a bebidas saborizadas y tabaco aportó más de 180 mil millones de pesos al erario. Es decir, el incentivo económico para mantener este gravamen es tan alto como la tentación de incrementarlo.
El problema es que el impacto social y económico puede ser mayor que el beneficio fiscal. Un aumento de esta magnitud afectará directamente a las empresas productoras, que ya advierten posibles recortes de personal y menor inversión.
México enfrenta un contexto económico complejo: los fondos de estabilización están agotados, los fideicomisos fueron eliminados y el margen para nuevos
recortes al gasto público es casi nulo. Ante esta realidad, el gobierno busca obtener ingresos rápidos mediante impuestos que gravan a los consumidores cautivos —aquellos que, por hábito o necesidad, difícilmente pueden dejar de consumir estos productos—.
Lo preocupante es el mensaje que envía una medida de este tipo. En lugar de avanzar hacia una reforma fiscal integral que amplíe la base de contribuyentes y fomente la formalidad, se recurre nuevamente a cargar la mano sobre los mismos sectores: los consumidores y las empresas que ya pagan impuestos. Esto no solo no resuelve el problema estructural de la recaudación, sino que desincentiva la inversión y genera incertidumbre jurídica para las industrias.
Además, la política fiscal contradice otras decisiones del propio gobierno.
Mientras se prohíben los vapeadores con el argumento de proteger la salud, se omite regularlos adecuadamente y se pierde la oportunidad de gravarlos como ocurre en la mayoría de los países desarrollados. El resultado es un mercado negro que crece sin control y que no deja un solo peso de recaudación.
Si realmente se buscara mejorar la salud de los mexicanos, la estrategia debería centrarse en la educación alimentaria, la promoción de hábitos saludables y el acceso a productos nutritivos a precios accesibles. Subir impuestos a productos populares, sin ofrecer alternativas, solo agrava la desigualdad y refuerza el consumo informal.
El Estado no debe erigirse en juez de los hábitos personales, sino en facilitador del desarrollo económico. La verdadera responsabilidad del gobierno es garantizar condiciones para que la economía crezca, el empleo se fortalezca y la inversión se multiplique. Convertir los impuestos al consumo en el pilar de la recaudación revela más desesperación que visión fiscal.
Al final, esta iniciativa no es una política de salud: es una señal de agotamiento financiero. Una estrategia que pretende llenar las arcas públicas con el dinero de los mismos contribuyentes cautivos, en lugar de construir una base tributaria más justa y sostenible. Una medida que, bajo el pretexto de cuidar al ciudadano, termina castigando su bolsillo.