Nada había impedido al Bato Lucas salir de su pueblo con una pequeña maleta metálica en la mano. En aquellos tiempos le llamaban velices a ese tipo de equipaje ligero. Quizás llevaba una o dos mudas de ropa. Estaba resuelto a ya no regresar. El apodo aún no lo tenía, pues le surgió ya de adulto.
Salía de casa porque su padre lo habían internado en una escuela oficial, casi militarizada, donde lo primero que recibió fue un par de botas negras y uniforme beige. Era un niño. Todavía recuerda el olor muy especial a cuero nuevo.
Y aunque las botas no eran vaqueras ahí recordó su gusto por ese tipo de calzado, porque su padre era pequeño ganadero, de modo que estaba acostumbrado a arrear vacas durante aquellas mañanas de bostezos eternos y la pereza en las ancas de un caballo.
De vestir pantalones y camisolas de mezclilla ya estaba acostumbrado, pues cada que partían a vender la copra de cocoteros al puerto de Acapulco, allá en la Costa Grande de Guerrero, su padre le compraba ese tipo de ropa para la chamba ruda en una tienda llamada el Big Boy del puerto.
No tardó mucho tiempo en ver una serie de acción que transmitían en un televisor que cocineros del internado colocaban en el comedor durante la merienda. Fue cuando empezó a ver al personaje llamado Randall, el justiciero, interpretado por McQueen, que allí empezó a ver como su héroe, aunque en el cine ambulante de su pueblo veía westerns mexicanos.
Randall traía pantalones vaqueros, botas, un chaleco de piel, camisa gruesa con dos bolsas y sombrero. Todas sus prendas eran desgastadas, menos su pañoleta al cuello.
Y algo imprescindible: una escopeta recortada que casi siempre traía en la mano, pues andaba preparado para dispara a la menor provocación, porque su misión era la justicia. Por eso la serie televisiva se llamaba Randall, el justiciero.
Fue ahí donde El bato Lucas quiso mutar en personaje de película, si bien solo en su imaginación, aunque otras veces quiso imitar a Tarzan, el hombre mono, pues trepaba los árboles y se colgaba y brincaba de rama en rama, hasta que un día sufrió un porrazo; también jugaba a los vaqueros al día siguiente de ver en el cine del pueblo, como El águila negra, interpretada por el actor Fernando Casanova, de igual forma El llanero solitario, serie gringa, ambos personajes con antifaces negros y un revólver.
Pero todo aquello había quedado atrás, junto con su familia, en su pueblo, y ahora soñaba con ser Randall, el justiciero.
Y es que llamaba su atención esa escopeta recortada, no recuerda si de dos cañones, que el personaje manejaba sin perder tiempo con una sola mano, la derecha, mientras encorvaba en cuerpo y en su frente se dibujaba una hilera de arrugas.
De su expulsión del internado, donde estuvo dos años, otro día se hablará, pues fue un acto vergonzoso, porque quiso imitar al personaje y se echó un clavado contra una ventana de cristal, para caer en su cama del dormitorio, después de que él y su pandilla salió por la puerta grande del colegio para ir al cine y regresaron pasadas las diez de la noche, cuando el portón estaba cerrado.
El conserje, un hombre alto y encorvado, de silbato en los labios, nunca les quiso abrir el portón del edificio frente al jardín principal de aquel pueblo fantasmal, con la estatua de don Vicente Guerrero en medio de la glorieta. Decían que por las noches nuestro héroe descendía de su pedestal con la espada desenvainada.
Y esa leyenda les daba miedo.
Por eso es que no querían dormir afuera. Ni siquiera por eso el conserje quiso abrirles el viejo portón de madera del internado que tenía el nombre de Adolfo Cienfuegos y Camus.
Pasarían los años después de aquella expulsión. Entonces su padre lo metió en una escuela primaria y luego en otra, en la cabecera municipal, donde uno de los maestros se refugió en la entonces URSS, pues lo inmiscuyeron con la guerrilla.
Otro profesor había quedado en el salón. Este otro, también seguidor de la guerrilla, impartía algunas clases en la que dibujaba soldados y guerrilleros combatiendo en cerros. Ponía como ejemplo de combatiente a don José María Morelos y Pavón.
Años después le caería el veinte al Bato.
Por eso cree que su padre lo envió al entonces Distrito Federal, cosa que El bato agradeció, aunque antes el rudo progenitor le advirtió que tendría que trabajar y estudiar, de lo contrario lo regresaría al pueblo a seguir lidiando con vacas y a cultivar el campo. El trabajo se lo consiguió el padre, cosa que agradecería, pero los estudios estarían más duros, pues siempre tuvo malas calificaciones.
Años después El bato Lucas llegaría a la capital, deslumbrado con todo, y siempre que pudo salió a recorrer las calles del centro, donde parecía desandar los pasos que se había imaginado cuando escuchaba la radio en su pueblo, incluidos los anuncios de la Navidad y la cartelera de los centros nocturnos que se alzaban en la calle Juárez, que desaparecerían con los temblores.
Hasta que conoció la Lagunilla, donde por primera vez vio un par de botas como las que usaba su héroe: Randall, el justiciero. Eran de uso, o de medio cachete, como también se dice, pero bien conservadas. Pura piel. Puntiagudas.
Fue uno de los días más felices de su vida.